11 de agosto de 2025

La Roma…


Desde la escalera que llevaba a la azotea, me lanzaba sin pensarlo dos veces contra Chavo, mi hermano. Él era mi blanco, mi “tope volador”. Si no me cachaba, acababa estampado en el piso, y con lo flaco que estaba… ya se imaginarán. Yo era “peso zancudo” y él, “peso completo”. Así que cuando caía sobre él desde nuestra imaginaria “última cuerda”, apenas y se movía. Él era Blue Demon. Yo, por supuesto, ¡El Santo! ¿Quién más?

Nuestras capas eran esas toallas de baño amarradas al cuello con orquillas de tendedero, ondeando gloriosas mientras corríamos desde el patio de la casa, hasta la calle. Nos sentíamos invencibles, invencibles y veloces, como si el mundo entero nos estuviera viendo. ¡Qué tiempos! No teníamos otro sueño más grande que jugar, correr, brincar y volver a empezar.


Nuestra hermana Kia (Gloria) nos miraba con ojos grandes y ganas de entrarle a los juegos “de hombres”. Pero como era “niña” —y según nosotros, demasiado seria—, tenía prohibido participar… hasta que sus súplicas lograban ablandarnos. Entonces la dejábamos unirse a nuestras aventuras del Lejano Oeste. Se ponía un sombrero floreado, una estrella de sheriff en el pecho y sus pistolitas al cinto. Nosotros, claro, éramos los bandidos. Y como buenos bandidos, debíamos eliminarla rápido para seguir con nuestros planes. Su papel lo cumplía con tanta entrega que, cuando tocaba “caer”, siempre había llanto, acusaciones y reclamos… hasta que llegaba el Marshall (papá) a poner orden.


Una vez, el Chavo —muy en su personaje— le gritó “¡manos arriba!” y sin querer le soltó un pistolazo con su revolver de plástico. Le dio directo en el diente recién salido. ¡Crack! Le quedó una muesca eterna. Desde entonces lo bautizamos como “el diente del pistolazo”, y hasta la fecha mi hermana lo presume… (nomás cuando se ríe).


Esperábamos con ansias las lluvias para que el arroyito se llenara de agua lodosa y lanzarnos de lleno en ella. Por las tardes, nos dedicábamos a cazar sapos con la misma emoción con la que otros buscaban tesoros. Aquel “arroyito”, que ahora es la calle Periodistas, era nuestro río Bravo, nuestro Amazonas, antes de que la civilización viniera a emparejarlo todo con cemento.


Nuestra zona de aventuras era sagrada: entre la López Mateos y la Jalisco. Más allá de esas calles, comenzaban los territorios enemigos. Nosotros éramos los de la Roma: los Estrada (Gaby, el Güero, el Chino), Pancho, Roberto y Vico Gutiérrez, Mario y Fello Fernández, Chavo, Kia y yo. Cruzábamos los puentecitos de ladrillo como si fueran portales mágicos, y desde ahí nos tirábamos al agua como héroes sin miedo.


¿Pleitos? Muy pocos. No estaban de moda. Nos criaron con respeto, con la idea de que la amistad es cosa seria. Esa disciplina la aprendimos a las buenas… y a veces también a las malas.


A la hora de la siesta, mamá nos obligaba a dormir. Cinto en mano, no había negociación. Su descanso era sagrado, después del trajín en el negocio con papá. Y cuando por fin se quedaba dormida, apenas veíamos que cerraba los ojos, le quitábamos con sigilo el cinto, lo escondíamos y salíamos disparados a la calle. Nos esperaban los amigos, el béisbol en la cuadra, los guantes de box en casa de Don Beto Estrada, las cascaritas en los campos de la López Mateos, los carritos en el patio de la tía Martina… o simplemente la plática, para construir castillos en el aire.


Yo tenía un sueño: un tractor de verdad. Frente a donde hoy está la Clínica de Especialistas, había una agencia de equipos de agricultura International. En el aparador tenían un tractor rojo, enorme, perfecto. Una tarde, papá habló con el encargado y le pidió que me dejara subirme. Cuando estuve ahí sentado, con las manitas en ese volante gigante y las llantas traseras tan altas como mi mundo, supe lo que era la felicidad. 


Nunca lo he olvidado.


La nostalgia de aquellos años, de la familia, de los amigos, de la colonia… es como una película que nunca deja de rodar en mi mente. Cuando la vida nos junta de nuevo, aunque sea por unas horas, todo regresa: las calles, los juegos, las risas, las travesuras.


Y sí… seguimos haciendo castillos en el aire. Porque nos enseñaron a soñar, y eso —gracias a Dios— nunca se nos ha quitado.


Javier Zacarías 

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