Por: Javier Zacarías
—¡Pampapapáaa! —gritaba el chamaco con las lágrimas hasta el cuello, cuando sus papás regresaban a casa después de haberlo paseado por la ciudad con la esperanza de que se calmara y, al fin, se durmiera un ratito. El grito lo soltaba con toda el alma, y así podía durar horas, hasta que el sueño por fin lo vencía y le daba tregua a la noche.
La pareja, confundida, analizaba letra por letra ese balbuceo infantil, tratando de descifrar el mensaje oculto en ese grito que se volvía parte de la rutina. No sabían qué significaba exactamente… solo que así eran las noches. Benditas, agotadoras, inolvidables.
Después de la jornada de trabajo, el papá llegaba a casa y era recibido con la emoción de quien aguarda una promesa: “a dar la vuelta en la camioneta”. Ese paseo corto —pero inmenso en significado— recorría las calles tranquilas de un Piedras Negras que dormía temprano, con olor a tierra mojada y banquetas recién regadas por las señoras del barrio.
Las mecedoras salían a las aceras, se encendían las charlas de vecinos y los saludos brotaban de acera a acera como ráfagas de cariño:
—¡Adiooos! —gritaban con alegría los caminantes, los de la bicicleta y hasta los automovilistas que pasaban lentamente.
Todo era paz. Todo era pueblo.
Mientras tanto, la pareja seguía su paseo nocturno por un Piedras Negras de antaño, callado y sereno. No más de una hora duraba “la vuelta”, pero bastaba para llenar el alma de recuerdos y el corazón de barrio.
Pasar por la Pepsi-Cola era uno de esos momentos mágicos. Desde las jardineras de mosaico café que rodeaban el edificio, uno podía mirar los ventanales donde se embotellaba la bebida.
Era hipnótico ver la maquinaria en acción y a los trabajadores vestidos de blanco hacer su labor con destreza y ritmo.
Un poco más adelante, rumbo al centro, estaba el legendario local de “Las Trancas”, la fuente de sodas más famosa del pueblo.
Ahí se reunían los jóvenes a platicar, a presumir prospectos de noviazgo y a vivir su propio ritual social.
Tenía piso de piedra, mesas y sillas de madera como de jardín, y un patio lateral que alguna vez fue un agradable y fresco rincón.
Frente a “Las Trancas” se erguía majestuoso el Cine Terraza Villarreal, con su amplio estacionamiento lateral de ocho lugares —suficientes en aquellos tiempos.
Las paredes acortinadas dejaban pasar el aire y alguna vez se pintaron de colores para dar un toque alegre al lugar.
Tener ese cine en nuestro pueblo era símbolo de progreso.
Piedras Negras estaba creciendo.
—¡Déle pa’ la cuesta de Las Gringas, papá! — pedían los niños con entusiasmo.
En aquellos tiempos, hablar de usted a los padres era símbolo de respeto… hoy dirían que qué “oso”.
Subir esa cuesta era toda una aventura. De bajada, levantábamos los brazos como en montaña rusa.
Nunca supe bien por qué le decían así a esa curva frente a Soriana. Decían mis tíos que unas gringas, luego de “derrapar” por algún nigropetense, también derraparon su carro en esa curva cuando venían del Chago’s.
—¡Se partieron toda la maceta! —contaban, carcajeándose.
Cuando había con qué, el paseo se alargaba hasta llegar al Chacalito, tajaban de tacos con el sabor más memorable de la infancia.
Pintado de verde con logos de Coca-Cola y con un estacionamiento entre tierra y huizaches, era punto de encuentro y antojo.
El Restaurante Olivo era otro de cajón. Enseguida de las ruinas de la antigua Plaza de Toros, ese restaurante fue testigo de muchas comidas en familia y claro; en nuestra juventud, lugar de reunión después de los bailes. Las desveladas eran autorizadas por nuestros padres en esos días.
Sí señor, ahí donde ahora están Salinas y Rocha y donde estuvieron los Cines Gemelos Cavisa, estuvo un día la plaza de toros.
¿Quién lo diría?
Algunas tardes, mi papá nos sorprendía con una escapada a corretear pelotas.
Una vez fuimos al antiguo aeropuerto de Piedras Negras, ubicado junto a donde estaban los terrenos de la Feria del Sol y actualmente Seguridad Municipal.
El hangar era una construcción de lámina…
Pero teníamos aeropuerto.
El pueblo estaba creciendo.
Recuerdo haber correteado una pelota de fútbol hasta dejarla pelona, raspada por el caliche, y después guardarla con cariño en aquellas redes que usábamos para los balones.
Sencillo, pero imborrable.
Y de regreso…
Al bajar la loma de la Villita, por donde estaba el Gas Morales, la camioneta agarraba vuelo.
Al cruzar las vías de ferrocarril a toda velocidad, la caja resonaba como trueno.
Y entonces, el chamaco soltaba su grito triunfal:
—¡Pampapapáaa!
Los papás se volteaban sorprendidos… y soltaron una carcajada tan sincera que se escuchó hasta el Campestre.
¡Claro!
Eso era lo que quería el güerco. Ese brinco, ese ruido de la caja de la camioneta le hacía el viaje emocionante…
Ese momento de emoción que traducía con su grito: ¡Pampapapá!
Tan sencillo era ser feliz.
Tan fácil era vivir en familia.