21 de junio de 2025

La Pesca de “Las Cobras”

El rancho de mi tío Mando fue durante muchos años la sede oficial de la pesca de Semana Santa de Las Cobras. Así lo decidimos desde los tiempos en que vivía entre nosotros el buen Lic. Rafael Aguirre, quien, junto con Pepe Esparza, organizaban cada año con entusiasmo juvenil ese evento que era una mezcla perfecta de campamento, convivio deportivo y excusa para vernos todos.

Los que formábamos parte del equipo de softbol, la porra y algunos amigos de amigos, ya sabíamos que ese jueves no se podía faltar. Las fotos lo confirman: rostros bronceados, hieleras llenas, gorras sudadas, y sonrisas tan amplias como los paisajes ribereños del norte de Coahuila.

Todo comenzaba temprano. Yo pasaba por Pepe Esparza y entre los dos le hablábamos al Lic. Aguirre para que se levantara. Lo esperábamos en los tacos de enfrente del Merco (recomendadísimos, por cierto). Ahí llegaba el Gordo, con hambre de niño de hospicio, y poco después el Zurdo Pérez, que tampoco se quedaba atrás. Después de “alimentar a los angelitos”, hacíamos las compras de último minuto: hielo, cerveza, y alguna botana de emergencia. Lo demás ya lo tenían listo Pepe y el Gordo, con una logística que bien podrían haber aplicado en un festival internacional.

Como a las nueve de la mañana, los que ya estábamos listos tomábamos el callejón rumbo a Zaragoza. Apenas avanzábamos unos metros y, como si fuera un ritual ya establecido, Pepe soltaba su clásica:
—“En alguna parte del mundo ya son las doce, Flaco… ¡párate, por favooor!”
Y claro, deteníamos la caravana para abrir la primera cerveza. Un sacrilegio feliz a las nueve de la mañana que marcaba oficialmente el inicio de la pesca de Las Cobras.

En el trayecto hacíamos no menos de cinco paradas. Ya fuera por tanques chicos, por alguna historia que no podía esperar o simplemente para estirarnos y reírnos de algún chisme del beisbol local. Lo que normalmente era un trayecto de veinte minutos, lo alargábamos a una hora, con gusto y sin prisa.

Al llegar al rancho de mi tío, hacíamos lo que mi compadre Fello llamaba “el descanso del séptimo inning”. Ahí poníamos al día los chismes entre camionetas, dejábamos la llave escondida para los que llegaran después, y seguíamos rumbo al río dejando marcas en las ramas para no perder a nadie en el camino.

Ya en la orilla, bajo la sombra de los nogales, comenzaba el montaje del campamento. El Gordo tomaba su lugar de siempre: una mesa de concreto junto al asador, con vista al río y bajo sombra permanente. Desde ahí daba instrucciones como general en campaña:
—“Pon las cosas aquí… quita eso de allá… tráeme una cerveza…”
Y su tropa, fiel y obediente, le hacía caso. Se lo había ganado. Cada semana le tocaba batallar con nosotros. Ese día, él mandaba.

La legión de Semana Santa la formábamos el Lic. Rafael Aguirre, Pepe Esparza, Víctor Pérez, Chale Flores, Lio Flores, Fello Fernández, Mario Tafoya, Sebastián Villanueva, César Rodríguez y un servidor. Y conforme avanzaba el día, llegaban los invitados… y los invitados de los invitados. Todos bienvenidos. El único requisito: saber reír, cantar, comer bien y, por supuesto, aguantar vara.

La música sonaba entre el humo de las carnes asadas, las mollejas doradas y las salsas picositas. Cantábamos de todo, desde Antonio Aguilar hasta los Bukis, afinados por la cerveza y el buen humor.

Ya por la tarde, nos caía el veinte: no habíamos pescado nada. Así que, como para cumplir con el requisito y no perder la excusa oficial del viaje, abríamos las cajas de carnadas (por si acaso venían con recadito de nuestras esposas) y nos íbamos a tirar el anzuelo.

El Gordo, insisto, no se movía. Le llevábamos los pescados hasta su puesto para que les diera trámite y los friera con la maestría de un chef ribereño.

Una vez, mi compadre Fello y yo nos fuimos río abajo, unos cincuenta metros, a un lugar con sombra de mezquite y ramas en el agua. Según los que saben, ahí estaban los buenos robalos. Yo no tardé en sacar el primero, luego otro y otro, y los fui amarrando en una cuerda al río. Fello, más que pescar, se dedicaba a disfrutar la hielera. La paz del lugar era absoluta, hasta que…

De pronto, unas voces rompieron el silencio. Fello, que tiene el oído más fino, las detectó primero. Nos volteamos a ver con cara de “¿eso es lo que creo que es?”. Dejamos las cañas y nos fuimos a investigar. Las voces venían del otro lado del río. Y sí, ¡eran amigos! Secundino y Remi andaban en una balsa inflable, perdidísimos, mientras desde el rancho vecino (donde acampaba el equipo Tripoli) se reían a carcajadas. ¡Qué casualidad! Los equipos que más quise de mis años deportivos, separados apenas por unos metros y unidos otra vez por la buena suerte y las risas. Nos juntamos un rato con ellos, echamos relajo, y reafirmamos —como siempre— que la amistad verdadera no necesita calendario.

Así pasábamos los jueves de Semana Santa. Con Las Cobras, entre carnes asadas, cerveza fría, muchas risas, poca pesca y un montón de historias que siguen vivas. Porque cuando los amigos se reúnen con cariño y sin pretensiones, no hace falta mucho más.

-Victor Javier Zacarias
#PiedrasNegras

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