Mi hermana Gloria y yo estuvimos en la Escuela Primaria Federal “Prof. Rafael Ramírez”, ubicada sobre la calle Cuauhtémoc, entre Matamoros y Terán, justo frente a la casa del doctor De Luna y a media cuadra de nuestros eternos rivales de la escuela Modelo.
El camino de regreso a casa era mucho más que un simple trayecto: era una costumbre sagrada, una escala obligada —pero siempre cargada de intención— en la casa de mi abuelita, que quedaba rumbo a nuestro hogar, en la calle Terán entre Galeana y Victoria, allá en la parte alta donde hoy el doctor Gabriel González Guajardo renta a Laboratorios Zamarrón. Allí, “Kia” y yo a diario irrumpíamos con entusiasmo en la cocina donde Doña Simonita, quien con ese cariño cálido y desbordante que la distinguía, nos recibía con una sonrisa que nos iluminaba el día. Horneaba sus empanadas de calabaza y decía que eran para todos, pero nosotros sabíamos muy bien que en realidad las hacía pensando en nosotros.
En esa casa había un cotorro en su jaula, acomodado en el balcón que daba a un gran patio con árboles inmensos. Era su compañero de charla y de canto. El condenado pájaro era corajudo y nomás a ella le respondía. Recuerdo como si fuera ayer cuando un día se salió de la jaula y se fue directo a los árboles, emplumado y altanero, gritándole a mi abuela desde lo alto. Ella, con toda la ternura del mundo, le pedía que regresara… y lo hizo, claro, pero solo cuando le dio su regalada gana, después de que mi güelita se desgañitó todo el día llamándolo.
En la azotea, mis tíos habían montado su improvisado gimnasio de box: costal, perillas, guantes de todos tamaños. Un día mi tío Mando —que años más tarde sería mi compadre— me puso los guantes y se dio el lujo de soltarme un madrazo en la boca, uno tan bien puesto que me hizo chillar con un alarido digno de Neymar cuando lo tocan. De dos en dos subió mi abuela las escaleras, abrazando a su “conse”, y le exigió a mi tío: “¡Pon la cara!”. Luego, con tono solemne, me instruyó: “Dale un trancazo m’hijo, y dale bien fuerte”. Después de consumada la venganza, bajó secándose las manos en el delantal, orgullosa del triunfo de su nieto.
¡Cómo añoro esas caminatas diarias con mi hermana! Mochilas cargadas de libros de texto gratuitos y la cabeza aún más llena de sueños. No sabría decir si yo la cuidaba a ella o ella a mí, con esa madurez natural que siempre tuvo. Prefiero pensar que nos cuidábamos mutuamente… como lo seguimos haciendo hasta hoy, aunque la distancia se empeñe en interponerse sin lograr nunca alejarnos del todo.
En esos tiempos, ni pensarlo que nuestros padres nos llevaran en carro a la escuela: eso no se usaba. “¡A caminar, m’hijo! Y abusado porque llevas a tu hermana”, era la orden diaria de mamá, siempre acompañada de su beso tronado, su apapacho, un pellizco en el cachete, el lonche bien envuelto y el “tostón” para el recreo.
Entonces la escuela se iba en dos turnos: mañana y tarde. Nada que ver con ahora, que a las dos ya están de regreso, desparramados frente a la tele o el celular hasta que se les borra el sueño.
Hace unos días pasé por donde estuvo esa vieja escuela y me llovieron los recuerdos como cascada: los compañeros de salón, las travesuras, los gritos en el recreo, y esa alegría limpia que solo la infancia sabe dar.
Corrían los años sesenta, y participar en educación vial era un privilegio. Montados en aquel banco amarillo, con casco y banda cruzada al pecho, nos creíamos verdaderos agentes de tránsito en la esquina de Cuauhtémoc y Terán, controlando el tráfico —ese tráfico pesado de bicicletas, carritos y chavos a pie— para que nuestros compañeros cruzaran seguros a la escuela.
Recuerdo con ternura las cooperativas, a los maestros, al director, los salones con olor a gis y madera vieja… y sobre todo esas caminatas interminables de ida y vuelta con mi hermana, compartiendo sueños, cuentos y empanadas.
Mi infancia… qué feliz y lejana suena ahora. Pero sigue viva dentro de mí: en los amigos que todavía frecuento, en las calles polvorientas de mi barrio querido, en ese sabor a pueblo que jamás me abandona. Momentos mágicos que conservo intactos, como un tesoro de luz en medio de los días.
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