Desde los días inquietos de la secundaria, uno de mis grandes amigos ha sido el médico Leopoldo Fernández Rico. Aunque él lo niegue con toda la seriedad del mundo, durante aquellos años de nuestra muy cercana juventud —años traviesos e inolvidables— él y sus hermanos, entre otros compañeros de salon, fueron el verdadero azote de la profesora María Figueroa, del temido “Máximo” y de más de una maestra en el querido Instituto Doctor Andrés Osuna, nuestro entrañable IDAO.
Como cualquier adolescente en plena efervescencia, vivimos ahí algunos de los años más memorables de nuestras vidas. En esa escuela —que hace apenas unos años eran ya ruinas tristes de lo que fue un edificio lleno de risas, gritos y sueños adolescentes— reímos, nos equivocamos y aprendimos a vivir. Hoy, sus paredes están transformadas en un Oxxo y oficinas y aunque el tiempo le pase por encima, en nuestra memoria seguirá siendo ese lugar mágico donde fuimos jóvenes y libres.
Recuerdo que me rehusaba con todas mis fuerzas a que mis padres me inscribieran en el Osuna. No quería separarme de mis amigos de la Escuela Primaria Federal Profesor Rafael Ramírez, ubicada en la calle Cuauhtémoc, frente a la casa del Dr. de Luna. Esa escuela hoy, tristemente demolida, se había convertido en una vecindad sin gracia. La mayoría de mis amigos —Luis Alfonso Ramos Pérez, Javier Torres Pérez, José de Jesús Salinas, Roberto Guajardo Ramón, Diego Rivera Urdiales, Mario y Kike Benavides, De la Paz, Osvaldo Ballesteros, Juan Aguilar, entre otros— seguirían su camino en la popular Secundaria del maestro Fausto Z. Martínez.
Yo soñaba con estudiar donde habían estado mis tíos: en esa misma escuela, en esos salones con sótano y ventanas hacia la calle, jugar básquet en la cancha de la esquina de Guerrero y Xicoténcatl, platicar con los amigos en las medias bardas de Rayón y Padre de las Casas y formar parte de la rondalla.
Pero en aquellos tiempos, cuando los papás decidían algo… se hacía a fuerza. Lloraras, patalearas o rezongaras, no había vuelta atrás. Mis padres decidieron que mi hermana Gloria y yo debíamos estudiar juntos en el IDAO. Y así, sin mucha opción, terminé uniformado con aquellos pantalones de mezclilla apretados y la camisa blanca que era casi una armadura.
Y hoy puedo decirlo con el corazón en la mano: fue la mejor decisión que mis padres pudieron haber tomado.
Hace años, en una reunión con amigos y compañeros de trabajo, tuve la oportunidad de reencontrarme con Polo. Bastaron unos minutos para que comenzaran a brotar las anécdotas como manantial en plena lluvia. Nos reíamos como dos chamacos, recordando historias espectaculares de esa época, donde —¿quién lo duda?— los protagonistas siempre fueron Polo y sus hermanos… Yo, por supuesto, me declaro completamente inocente.
Barajábamos nombres de compañeros, profesores, aventuras. Los recuerdos surgían como si nunca se hubieran ido. La comida de la fiesta quedó olvidada por un buen rato, lo mismo que las bebidas, porque la chorcha era deliciosa. Ya después, con singular alegría, le dimos trámite a lo demás.
Cuando dos viejos amigos se reúnen a recordar, todo cobra vida otra vez. Los nombres olvidados aparecen como por arte de magia, las imágenes se vuelven nítidas, las emociones reviven. Ahí estaban de nuevo, los rostros de quienes compartimos el salón de tercero de secundaria, en esa esquina exacta de Zaragoza y Fuente.
Bajo el humo sabroso de unos habanos —gentileza de los compadres Enrique y Polo—, seguimos evocando con respeto y cariño a las muchachas del salón: Lety Rendón, Almita Villarreal, Rosa Martha Barrera, Titi Bustamante y Ferniza, así como a los galanes incansables: Olaguer Rodríguez, Piti Borrego, Chuy Peralta, Sixto Paz Martínez, Alonso “El Cuate” Rodríguez, Teto Muñoz, Manuel Limon, Marcos Ogushi, Miguel Alamillo, Oscar de los Santos, Timoteo González, Braulio Montemayor, Armando Nolasco, Ricardo Sanmiguel, Alberto Yamanaka, Higinio Muñoz, Leopoldo, Bogar y Ramón Fernández, entre otros.
Olaguer, buen compañero y mejor amigo, recordó entre carcajadas que en todo el año de carpintería sólo logró terminar un palo torcido y un cajón para boleros. Yo, por mi parte, apenas y pude fabricar un “sacabotas”, porque eso de las medidas, nunca ha sido lo mío.
También nos acordamos de los viernes sociales, donde hacíamos pequeñas obras teatrales cargadas de chistes y ocurrencias. Ahí, bajo la batuta de la querida profesora Marilú Ruiz, presentábamos nuestros sketches ante toda la escuela, con más entusiasmo que talento.
Y cómo olvidar los tacos de la aduana, frente al IDAO. Para nosotros, no había manjar más sabroso. Parados, hambreados y felices, compartíamos espacio con empleados de correos y aduanales. Eran tortillas horneadas, enrolladas y bañadas en manteca de cerdo, rellenas solo con papa molida, pero a gusto del cliente se les atacaba con repollo y salsa búfalo. ¡Una delicia digna de nuestra adolescencia!
Recordamos también las tremendas correteadas que nos daba el buen Máximo cuando nos escapábamos de clases para ver los entrenamientos de los Rojos de AHMSA. Nos perseguía por las vías del tren, desde el cuartel —donde teníamos la clase de deportes— hasta el estadio de la Sección 123. ¡Qué pulmones los de aquel hombre!
Y ni hablar de cuando fingíamos estar enfermos para no desfilar, porque el profe “La Toca” quería que cargáramos aquellos tambores pesados y desafinados… que aporreábamos sin misericordia con las baquetas.
El nivel académico del IDAO no estaba en duda. Era —y sigue siendo en la memoria— una institución de gran prestigio, gracias al liderazgo de la inolvidable profesora María Figueroa y a un cuerpo docente de primer nivel.
No terminamos de platicar todo lo que teníamos pendiente. La música de la fiesta —estridente, pero alegre— y los cantos vernáculos de los asistentes acabaron por desviar nuestra atención. Pero quedamos en vernos pronto, porque sabemos que los buenos recuerdos no se agotan… sólo se duermen un rato.
Javier Zacarias