3 de agosto de 2025

Los Nietos…

 

De todo lo que les he contado sobre mis amigos —esas andanzas, emociones, aventuras, las escuelas, los bailes, el barrio y hasta los nombres completos de alguno de ellos—, hay algo que ha cambiado. 

La vida pasa, sí, pero seguimos siendo los mismos. Nos seguimos saludando con afecto, con una sonrisa cómplice, como si los años no se nos notaran… aunque bueno, a algunos ya se nos notan bastante: unos con mucha panza, otros con pocas greñas, algunos con más arrugas que historias, y unos cuantos ya con el título de abuelos bien puesto en el corazón.

Yo tengo la dicha —¡y qué dicha!— de tener un nieto. Y ese chamaco me trae loco, trastornado, emocionado. Verlo crecer es como volver a vivir, pero con los ojos más atentos, el corazón más suave y el alma más risueña. Cada que puedo, comparto con ustedes una foto, una travesura, algún logro de esos que para el mundo pueden parecer pequeños, pero pues para mí son gigantescos y lo comparto con singular alegría.

Muchos de mis amigos también ya son abuelos, algunos hasta con lista de compra para los regalos de Navidad. Aunque hay quienes no son muy expresivos y no suben tantas fotos como yo, sé bien —porque los conozco— que lo disfrutan igualito. 

Porque ser abuelo es vivir otra vida. Ya no corregimos, ahora consentimos. Ya no regañamos, ahora celebramos. Los nietos no son nuestros hijos, son algo más travieso y tierno al mismo tiempo. A nosotros ya nos toca lo divertido: jugar, reírnos, dejarlos brincar en la cama, comerse el dulce antes de la comida y darles todo el tiempo y la energía que quieran… y luego entregarlos a sus papás como si nada.

Y si se portan mal, bueno, hasta eso nos da gusto. Porque sabemos que en un rato o a los dos o tres días se irán, y que no se quedarán toda la vida dando lata. Solo vienen a llenarnos la casa o compartir en la suya el ruido y el corazón de alegría.

Es otra relación, distinta, más ligera y más profunda a la vez. En redes sociales leemos frases bonitas sobre los abuelos y los nietos. Que si el amor más puro, que si el vínculo más fuerte… y sí, todo eso es cierto. Pero lo mejor no es lo que se escribe. Lo mejor es lo que se siente.

No me puedo imaginar al más amargoso de mis amigos, al que toda su vida fue refunfuñón y renegón, tirado en el suelo jugando a la lucha libre con su nieto… ¡pero pasa! Porque los nietos tienen ese superpoder de transformarnos. Nos cambian el carácter, nos ablandan, nos hacen reír con cosas que antes nos habrían desesperado.

Y ahí andamos todos, los mismos de antes, si, pero ahora con canas, nietos y una nueva alegría que no sabíamos que nos faltaba… hasta que llegó.

Javier Zacarías 


31 de julio de 2025

Aquellas pequeñas cosas…


Las canciones de Joan Manuel Serrat me han acompañado desde mis años de estudiante, cuando el mundo parecía nuevo y la vida cabía en una guitarra. Escucharlas era casi un ritual: colocar con cuidado el disco de 33 RPM, dejar caer la aguja y esperar ese primer crujido que anunciaba que algo especial estaba por comenzar. Aquel sonido áspero y cálido de la estática era parte del encanto, como si el tiempo mismo respirara entre canción y canción.

Hoy la tecnología me permite seguir disfrutándolas, limpias y nítidas, pero en el fondo, hay algo en mí que aún extraña ese momento en que uno cruzaba los dedos para que el cassette no se enredara justo en la canción que más nos hacía suspirar.

Y así; entre risas y guitarras, fuimos construyendo la banda sonora de nuestras vidas.

Recuerdo especialmente aquellos viernes en Guadalajara, al terminar clases, cuando las guitarras —o lo que quedaba de ellas— salían a relucir en los viernes sociales. No tardaban en sonar las canciones del maestro Serrat, muchas con versos de Antonio Machado que recitábamos con solemnidad adolescente, como si entendiéramos de la vida más de lo que en realidad sabíamos.

Había discos que se volvían eternos. Mediterráneo, grabado en 1971, es uno de ellos. “La mujer que yo quiero”, “Pueblo blanco”, “Barquito de Papel”, “Aquellas pequeñas cosas”… esas melodías se quedaron tatuadas no solo en la memoria, sino en el alma. Aún hoy, basta que escuche “Aquellas pequeñas cosas” para cerrar los ojos y volver, sin aviso, a aquella casa de estudiantes donde compartíamos sueños, desvelos y canciones.

Los de carreras administrativas salíamos más temprano que los de medicina o ingeniería. Así que cuando ellos llegaban, ya teníamos ocupadas las sillas, la parrilla, la hielera… y por supuesto, las guitarras. Pobres… les tocaba esperar su turno, mientras nosotros llenábamos la tarde de trova, bohemia y poesía con acordes. 

No es que no nos gustaran Cuco Sánchez o José Alfredo —también tenían su momento—, pero lo nuestro era Serrat, Napoleón, Marco Antonio Muñiz, Víctor Iturbe, Sandro, la Rondalla de Saltillo y esos versos que dolían bonito.

Después de lamentarnos por no haber recibido carta de casa —de nuestros padres, de la novia o algún hermano—, la noche se nos iba entre voces y guitarras. Fidel Barrera marcaba el ritmo mientras Jorge Luis Muñoz Viguera declamaba una poesía. Beto García Reyes se apropiaba de “Pueblo Blanco” como si la hubiera escrito él mismo. Adrián Peña entonaba “El Bigote” con su estilo inconfundible. Poncho de León nos alegraba con su “Farolito”, y mi compadre Beto y yo nos aventábamos “Golondrina Presumida” a dos voces, como si fuéramos los originales.

Aun los que no cantaban, ahí estaban. Gaby González murmuraba las letras mientras batallaba con su enorme libro de “farma”; y de vez en cuando cantaba los versos de su preferida “se me acabó la fuerza, de mi mano izquierda”, Cuco Salinas dibujaba y silbaba al ritmo de la noche en su inseparable restirador; Juan Maldonado pedía canciones y se animaba con “El Perro Negro”, aunque no se la supiera completa; y Cuyín Salinas y Kiko de la O discutían las letras como si fueran ensayos de literatura.

Pero el sábado… ¡ah, el sábado! Volvíamos a la realidad: platos por lavar, escoba en mano, basura por sacar, mercado por recorrer. Un orden doméstico que nos forjaba en el silencio de las ausencias, lejos de mamá y papá, cerca de la adultez. En ese vaivén entre la libertad y la responsabilidad, nos hicimos hombres… y tejimos amistades que, con el tiempo, se volvieron familia.

Como dice esa joya que nos sigue apretando el pecho:

“Uno se cree que los mató el tiempo y la ausencia, pero su tren vendió boleto de ida y vuelta…

Son aquellas pequeñas cosas que nos dejó un tiempo de rosas, en un rincón, en un papel o en un cajón…”

Gracias a Dios, muchos de esos amigos siguen caminando conmigo. Y eso, créanme, eso no lo cambia uno por nada.


Javier Zacarías


28 de julio de 2025

Las Pantuflas…

Ahora nos reímos como si nada, pero en su momento fue una de esas vergüenzas familiares que hacen historia. 

Déjenme les cuento una de cuando mi hija —la mayor— andaba en plena adolescencia y era fan de ir a las fiestas del Casino Nacional y puntos circunvecinos: que si unos XV años, que si una boda, o cualquier fiesta de los de aquella época, donde se juntaban sus amigos bien peinaditos y bien perfumados. Esta vez, fue en un baile de debutantes.

La regla estaba clara y firmada casi con sangre: yo pasaba por ella a la UNA de la mañana, ni un minuto más, ni un minuto menos. Y no crean que era una regla al aire, ¡no! Era acuerdo mutuo, con recordatorios toda la semana. Pues bueno, como papá cumplidor que soy, ahí me tenían estacionado afuera del evento desde las 12:55 en punto, camioneta encendida, café en mano y la esperanza de que esa noche saliera a tiempo.

Pero no… pasaban 15, 20, 30 minutos, y nada que salía. Hasta que por fin, quitada de la pena, aparecía con sus amigas y amigos, como si yo fuera Uber. Se subía muy campante y en el camino de regreso le daba yo el mismo sermón de siempre:

—“Oye, yo tengo compromisos al otro día m’hija… no es justo que me tengas aquí esperando, si dijiste a la una, pues a la una”.

Y ella, con su cara de “sí papá, ya sé”, me contestaba lo mismo cada vez:

—“Sí papá, te lo prometo, la próxima sí salgo a tiempo”.

Y claro que no.

La siguiente fiesta, la misma historia. Puntualito como reloj suizo, ahí estaba yo otra vez. Y otra vez, esperas eternas y excusas bonitas.

Hasta que dije: “¡Se acabó! Esta niña va a aprender aunque sea por las malas… o por la pena ajena”.

Así que la próxima vez que la fui a dejar, acordamos —otra vez— que pasaría por ella a la una. Pero esta vez cambié la estrategia:

me fui a recogerla en pijama, despeinado, y con unas pantuflas de perro escandalosas… esas mismas que ella me había regalado el Día del Padre, según para que me viera “cute” en casa. ¡Ajá! Pues ahora venía la venganza.

Llegué a la mera una en punto, me bajé de la camioneta, crucé la calle como todo un modelo de pasarela… en pijama y con mis pantuflitas perrunas bien puestas. Entré directo al Casino. ¡Se armó!

Uno de sus amigos —que no voy a decir su nombre, pero ustedes lo conocen muy bien— corrió desesperado hacia ella:

—“¡Jessi, tu papá viene entrando… en PANTUFLAS!”

Y no pasaron ni cinco segundos cuando la veo salir hecha un rayo, roja como jitomate y con ojos de “¡me quiero morir!”.

—“¡Papá! ¡Qué oso! ¡Vámonos ya, por favor!”

Y nos fuimos, sí… pero esa noche no dijo una sola palabra. Iba llorando de pura vergüenza, mientras yo manejaba con mi pijama feliz y mis pantuflas bailando.

Y ahora, años después, esa anécdota se cuenta con risas cada vez que hay reunión familiar.

¡Pero eso sí! Nunca más volvió a fallar con la hora. Ni un minuto después.


Javier Zacarias

#PiedrasNegras

#Familia 

Compañeros de escuela…

 


Desde los días inquietos de la secundaria, uno de mis grandes amigos ha sido el médico Leopoldo Fernández Rico. Aunque él lo niegue con toda la seriedad del mundo, durante aquellos años de nuestra muy cercana juventud —años traviesos e inolvidables— él y sus hermanos, entre otros compañeros de salon, fueron el verdadero azote de la profesora María Figueroa, del temido “Máximo” y de más de una maestra en el querido Instituto Doctor Andrés Osuna, nuestro entrañable IDAO.

Como cualquier adolescente en plena efervescencia, vivimos ahí algunos de los años más memorables de nuestras vidas. En esa escuela —que hace apenas unos años eran ya ruinas tristes de lo que fue un edificio lleno de risas, gritos y sueños adolescentes— reímos, nos equivocamos y aprendimos a vivir. Hoy, sus paredes están  transformadas en un Oxxo y oficinas y aunque el tiempo le pase por encima, en nuestra memoria seguirá siendo ese lugar mágico donde fuimos jóvenes y libres.

Recuerdo que me rehusaba con todas mis fuerzas a que mis padres me inscribieran en el Osuna. No quería separarme de mis amigos de la Escuela Primaria Federal Profesor Rafael Ramírez, ubicada en la calle Cuauhtémoc, frente a la casa del Dr. de Luna. Esa escuela hoy, tristemente demolida, se había convertido en una vecindad sin gracia. La mayoría de mis amigos —Luis Alfonso Ramos Pérez, Javier Torres Pérez, José de Jesús Salinas, Roberto Guajardo Ramón, Diego Rivera Urdiales, Mario y Kike Benavides, De la Paz, Osvaldo Ballesteros, Juan Aguilar, entre otros— seguirían su camino en la popular Secundaria del maestro Fausto Z. Martínez.

Yo soñaba con estudiar donde habían estado mis tíos: en esa misma escuela, en esos salones con sótano y ventanas hacia la calle, jugar básquet en la cancha de la esquina de Guerrero y Xicoténcatl, platicar con los amigos en las medias bardas de Rayón y Padre de las Casas y formar parte de la rondalla. 

Pero en aquellos tiempos, cuando los papás decidían algo… se hacía a fuerza. Lloraras, patalearas o rezongaras, no había vuelta atrás. Mis padres decidieron que mi hermana Gloria y yo debíamos estudiar juntos en el IDAO. Y así, sin mucha opción, terminé uniformado con aquellos pantalones de mezclilla apretados y la camisa blanca que era casi una armadura.

Y hoy puedo decirlo con el corazón en la mano: fue la mejor decisión que mis padres pudieron haber tomado.

Hace años, en una reunión con amigos y compañeros de trabajo, tuve la oportunidad de reencontrarme con Polo. Bastaron unos minutos para que comenzaran a brotar las anécdotas como manantial en plena lluvia. Nos reíamos como dos chamacos, recordando historias espectaculares de esa época, donde —¿quién lo duda?— los protagonistas siempre fueron Polo y sus hermanos… Yo, por supuesto, me declaro completamente inocente.

Barajábamos nombres de compañeros, profesores, aventuras. Los recuerdos surgían como si nunca se hubieran ido. La comida de la fiesta quedó olvidada por un buen rato, lo mismo que las bebidas, porque la chorcha era deliciosa. Ya después, con singular alegría, le dimos trámite a lo demás.

Cuando dos viejos amigos se reúnen a recordar, todo cobra vida otra vez. Los nombres olvidados aparecen como por arte de magia, las imágenes se vuelven nítidas, las emociones reviven. Ahí estaban de nuevo, los rostros de quienes compartimos el salón de tercero de secundaria, en esa esquina exacta de Zaragoza y Fuente. 

Bajo el humo sabroso de unos habanos —gentileza de los compadres Enrique y Polo—, seguimos evocando con respeto y cariño a las muchachas del salón: Lety Rendón, Almita Villarreal, Rosa Martha Barrera, Titi Bustamante y Ferniza, así como a los galanes incansables: Olaguer Rodríguez, Piti Borrego, Chuy Peralta, Sixto Paz Martínez, Alonso “El Cuate” Rodríguez, Teto Muñoz, Manuel Limon, Marcos Ogushi, Miguel Alamillo, Oscar de los Santos, Timoteo González, Braulio Montemayor, Armando Nolasco, Ricardo Sanmiguel, Alberto Yamanaka, Higinio Muñoz, Leopoldo, Bogar y Ramón Fernández, entre otros.

Olaguer, buen compañero y mejor amigo, recordó entre carcajadas que en todo el año de carpintería sólo logró terminar un palo torcido y un cajón para boleros. Yo, por mi parte, apenas y pude fabricar un “sacabotas”, porque eso de las medidas, nunca ha sido lo mío.

También nos acordamos de los viernes sociales, donde hacíamos pequeñas obras teatrales cargadas de chistes y ocurrencias. Ahí, bajo la batuta de la querida profesora Marilú Ruiz, presentábamos nuestros sketches ante toda la escuela, con más entusiasmo que talento.

Y cómo olvidar los tacos de la aduana, frente al IDAO. Para nosotros, no había manjar más sabroso. Parados, hambreados y felices, compartíamos espacio con empleados de correos y aduanales. Eran tortillas horneadas, enrolladas y bañadas en manteca de cerdo, rellenas solo con papa molida, pero a gusto del cliente se les atacaba con repollo y salsa búfalo. ¡Una delicia digna de nuestra adolescencia!

Recordamos también las tremendas correteadas que nos daba el buen Máximo cuando nos escapábamos de clases para ver los entrenamientos de los Rojos de AHMSA. Nos perseguía por las vías del tren, desde el cuartel —donde teníamos la clase de deportes— hasta el estadio de la Sección 123. ¡Qué pulmones los de aquel hombre!

Y ni hablar de cuando fingíamos estar enfermos para no desfilar, porque el profe “La Toca” quería que cargáramos aquellos tambores pesados y desafinados… que aporreábamos sin misericordia con las baquetas.

El nivel académico del IDAO no estaba en duda. Era —y sigue siendo en la memoria— una institución de gran prestigio, gracias al liderazgo de la inolvidable profesora María Figueroa y a un cuerpo docente de primer nivel.

No terminamos de platicar todo lo que teníamos pendiente. La música de la fiesta —estridente, pero alegre— y los cantos vernáculos de los asistentes acabaron por desviar nuestra atención. Pero quedamos en vernos pronto, porque sabemos que los buenos recuerdos no se agotan… sólo se duermen un rato.


Javier Zacarias


25 de julio de 2025

La Juventud que fue nuestra…


 Nosotros, los de la generación de los hippies de ropa holgada y pelo largo (aunque hoy cueste creerlo), evocamos nuestros días de juventud con una mezcla de nostalgia, gratitud y un deseo profundo de que los jóvenes de ahora también sepan disfrutar la época que les ha tocado vivir. 

Que se den el tiempo de grabar en la memoria cada día, cada mañana, cada mirada, cada beso. Porque la juventud —como la vida misma— es dicha pasajera. Así como se es joven por un instante, así también este presente que vivimos se volverá recuerdo.

Cuando pienso en mis años mozos, me traslado sin esfuerzo a aquellos días de preparatoria, cuando el olor a provincia se colaba por las calles de la capital del Estado y nos impulsaba a salir a caminar, a charlar en la jardinera frente al viejo edificio de Correos, o a ir al Cine Palacio a ver “Carrera contra el Destino”. Recuerdo las fiestas de discos en el colegio a media cuadra de la casa, las guitarreadas en los patios del Ateneo, las camisas blancas de algodón bordadas, los pantalones acampanados, los huaraches, los sueños de un México mejor. 

Éramos idealistas: creíamos en la paz mundial, respetábamos a las muchachas, cantábamos a Dylan y a Joan Baez, bailábamos con los Beatles y los Stones… Y por las noches, allá en la casa de asistencia en la Privada Santa Julia, Doña Esther ya nos tenía la cena servida.

Viví mi juventud con intensidad y alegría, como procuro que lo hagan mis hijas, los hijos de mis amigos, mis sobrinos. Me gusta pensar —con la ingenuidad de quien guarda esperanzas— que en algo estoy logrando inspirarlos.

A todo joven que me permite decirle unas palabras, le insisto que no deje pasar la oportunidad de vivir plenamente su juventud. Que se ría con sus amigos, que abrace sin miedo, que diga “te quiero” sin pudor. Que respete a su novia, que sepa que quizá un día ella si no llega a ser su mujer, será amiga de su esposa —porque en este pueblo, todos nos conocemos. Que gaste sus días en juegos, bromas y aventuras, porque pronto —demasiado pronto— le llegará la celosa madurez, esa que llega con sus exigencias y sus cretinas responsabilidades. 

Aún tengo la bendición de saber cuándo alguien me escucha con atención… aunque también sé, por sus miradas, cuándo ya es momento de callar y despedirme con una palmada en el hombro y un saludo a sus padres, algunos de ellos mis viejos amigos.

Hace unos días, mientras mi señora y yo tomábamos un refresco en la Macro Plaza, me quedé observando a los jóvenes de hoy. Algunos daban la vuelta en grupo con sus carros “arreglados”, otros en moto lucían su atuendo con entusiasmo. Algunos caminaban con sus parejas, otros con sus amigos, algunos más con sus familias. Muchos iban absortos, conectados a sus audífonos o mandando mensajes desde el celular. Pensé, con sinceridad, que no me hubiera gustado ser joven en esta época. 

Hoy todo va muy de prisa, el futuro es mañana, y el juguete nuevo se olvida al despertar.

Muchos justifican su rebeldía en la “falta de comunicación” con los padres. En mis tiempos, a mi papá apenas lo veíamos en la noche —y eso si había suerte— porque trabajaba todo el día. Mamá era quien nos traía cortitos, y con el cinturón en la mano si hacíamos alguna travesura. La amenaza de “vas a ver con tu papá” era temida y cumplida. Hoy, los papeles parecen invertidos: los hijos amenazan con irse de casa y los padres se doblegan, movilizando psicólogos, sacerdotes y hasta mentores para evitar el drama. Y al poco tiempo, el joven tiene un iPad y otros un automóvil nuevo en la cochera para calmar su berrinche.

Hoy los jóvenes, a su edad, ya lo han visto todo. El futuro ya no les reserva ningún misterio. Es como si, de pronto, se hubieran vuelto viejos, sin ilusión de nada.

Hoy se crece aprisa, y para cuando la infancia se les cae de las manos, muchos niños ya tienen mirada de viejo.

Nuestra juventud era más… más joven. 

Se respiraba en los campos de Fisher, en las tardes interminables de juegos en la calle Sinaloa, en los vecinos que aún saludo y con quienes a veces me tomo una cerveza. En el viejo IDAO, en mis años rebeldes del Ateneo Fuente en Saltillo, en las andanzas universitarias en Guadalajara.

Y tengo la dicha —porque lo es— de conservar a mis amigos de entonces. 

Algunos ya son cascarrabias, otros conservan el brillo de la paciencia en los ojos. Algunos más, aún tienen esa chispa de eterna juventud en la mirada y en las palabras. Y los que ya partieron, los recuerdo con el mismo cariño que me provocaban en vida. 

Porque ser joven no era tener menos años, sino tener más alma.


Javier Zacarías 

#PiedrasNegras

#Amistad