4 de diciembre de 2025

Los hijos de mis amigos…

Una de tantas satisfacciones que me ha dado la vida es ver crecer a los hijos de mis amigos y darme cuenta de que han resultado buenos muchachos. Esa es una alegría sincera, regalo de vida. A veces me sorprendo recordando cuando los veía corretear de niños, y ahora los miro convertidos en jóvenes responsables, profesionistas y algunos de ellos ya padres de familia. En cada etapa me llena de orgullo saber que mis amigos han sabido salir adelante en esa tarea tan difícil y tan hermosa que es educar a los hijos.

Me gusta preguntarles cómo le hicieron, qué camino siguieron. Y al ver la chispa de orgullo en sus ojos, me acomodo y los escucho con toda la atención del mundo. He oído mil respuestas distintas, cada cual con su estilo, pero al final todas coinciden en lo mismo: el amor. Esa es la base de todo.

He comprobado también que el éxito nunca se da por obra de uno solo. Siempre hay trabajo en pareja. Cuando padre y madre caminan juntos, el hijo encuentra rumbo. Si uno jala para un lado y el otro para otro, lo que sale es un muchacho confundido, bronco, sin dirección. Como dice la lógica charra: el caballo se encabrita cuando no siente la rienda pareja.

Después de tantas charlas con mis amigos, estoy convencido de algo:

-De niños, se les instruye.

-De jóvenes, se les dirige.

-De adultos, se les aconseja.

Con los años he descubierto un detalle que nunca falla. Cuando miro a los ojos de los hijos de mis amigos, siempre encuentro ese brillo especial que distingue a los buenos muchachos. Es el brillo del respeto.

Pónganse a pensar en eso: el respeto se refleja en la mirada. No necesita palabras. El buen hijo respeta a sus padres, a sus hermanos, a su pareja, a los mayores y a sus amigos. Ese brillo es un sello que no se pierde y que solo lo llevan los que aprendieron a ser personas de bien.

Por eso disfruto tanto platicar con mis amigos de sus hijos. Porque cuando hablan de ellos con honestidad, el orgullo se les desborda. Y yo, al escucharlos, siento que algo de esa alegría también me pertenece.

Javier Zacarías 

3 de diciembre de 2025

No había de otra… y qué bueno que no la hubo

Por: Javier Zacarias


En mis años de niño no había muchas opciones: o jugabas béisbol o fútbol… o la chavalada te agarraba de bajada. Algún deporte tenías que practicar si querías ser parte de la pandilla. Y es que en aquellos tiempos no había Facebook, WhatsApp y juegos electrónicos: si querías jugar algun deporte o platicar con un amigo, agarrabas tu bici y te lanzabas a su casa; y si era con una chavita, igual, te lanzabas por ella… con todo y nervios.

Por allá de los años 60, lo que querían nuestras mamás era que saliéramos a la calle a echar relajo para darles un respiro. “¡Vete a jugar!”, nos decían… y uno obedecía. Hoy, en cambio, somos nosotros quienes le prohibimos eso a nuestros hijos, por el miedo que nos da un mundo que ya no es tan confiable, ni siquiera en un pueblo como el nuestro.

Para dejar descansar a mis jefes, salíamos disparados de la casa, dejando la alambrera como puerta de cantina, y nos íbamos rumbo a los campos de la López Mateos. Les confieso; yo también jugué futbol, aunque no lo crean… ¿Qué podía hacer? ¡Era eso o quedar fuera!

Nuestro equipo se llamaba “Oro”, y nuestro primer uniforme era un escudo de tela que se sujetaba a la camiseta con un seguro. Y vaya que lo portábamos con orgullo. Ya después, más organizados, nos patrocinó la Agencia Ford, que en esos años estaba por la Avenida Carranza exactamente donde esta ahorita la Sherwin Williams. El papá del Lic. Carlos Jacobo Rodríguez nos regaló dos balones, camisetas y shorts. Más adelante, nos patrocinó la Corona, y Don Toño González solo nos dio unas camisetas con el logo de “la cerveza más vendida del mundo”… ah y sin shorts, porque la temporada era en invierno. “¿Para qué los quieren? ¡No se vayan a resfriar los muchachos!”, le dijo al “director técnico” jajajajaja.

De esos equipos guardo grandes recuerdos y amistades que aún me acompañan.

También recuerdo las carreras de bicicletas “banana” que se hacían en la López Mateos. Los más grandes corrían desde donde estaba la Carta Blanca (ahora una agencia de seguros) hasta la carretera a Acuña, y los más chavitos hasta la Plaza de Toros.

Muchos de nosotros pasábamos las tardes en los campos de Don Raúl de Luna Fisher, donde hoy están Las Cabañitas, un centro comercial y algunos negocios y casas de cambio. Pero antes… eran territorio de aventuras. Eso sí: primero había que hacer la tarea. Si no, ni salías. Así de simple. Y sin llorar, porque te iba peor. Los maestros de la Escuela Rafael Ramírez eran duros. Cuando fallabas, te daban unos coscorrones que te sacaban la lagrimita, y con los cortes pelones que nos hacían nuestros papás, ¡no había ni tantita amortiguación! Mi compadre Fello Fernández es prueba de ello… me platicaba que nunca llevó la tarea y las orejas se le quedaron “marca registrada”.

A veces pienso que no había de otra… y qué bueno que no la hubo.

Porque en esa falta de opciones aprendimos a convivir, a soñar y a sudar juntos. Aprendimos que la vida se juega en equipo, que las derrotas duelen menos si alguien te da una palmada en la espalda, y que la amistad se forja entre tierra, polvo y risas.

Hoy paso por esos mismos lugares y me cuesta reconocerlos. Donde antes estaban los campos, ahora hay negocios, estacionamientos y letreros luminosos. Pero cierro los ojos… y todavía alcanzo a oír los gritos del portero, el silbato del árbitro y las carcajadas de la banda cuando alguien fallaba un gol cantado.

Éramos felices con tan poco… y no lo sabíamos.

Y aunque los años se hayan llevado los campos, las bicicletas “banana” y los escudos de tela con seguro, hay algo que sigue intacto: el recuerdo de aquellos días en que bastaba una pelota, una sonrisa y la tarde entera por delante para sentir que el mundo era nuestro.

La Inspiración…

La inspiración…

La inspiración es muy celosa. No se le puede exigir, ni se le puede llamar por capricho. Llega cuando quiere, a su hora… o a deshoras. A veces brota de una tristeza que nos ronda el alma, otras de una alegría inesperada. También hay quien la provoca con unos buenos tragos de tequila, con unas cervezas entre amigos, o en una tarde tranquila, soleada, a la orilla del río, viendo correr el agua y tentando a los peces. Pero aun así, la inspiración es terca, refunfuñona, y solo se deja ver cuando le nace.

Todos la quieren, la añoran, la buscan, la celebran… pero pocos la valoran de verdad. Porque la inspiración, cuando llega, no siempre avisa, y muchos la dejan pasar, distraídos o sin ganas de escribir o decir o cantar lo que sienten. Es un tesoro, y quien la recibe con frecuencia es, sin duda, una persona afortunada.

En mi caso, ha habido temporadas enteras —años incluso— en los que he querido escribir, pero solo me salían tonterías, cosas sin sentido. Luego las releo y hasta vergüenza me da. Hace días le comente en un mensaje a mi estimado amigo Francisco Orozco que cuando le brotara un recuerdo, lo escribiera así, sin adornos, como cuando uno hacía la lista del mandado. Que no esperara a estar inspirado, que lo dejara ahí, en papel o en su libreta, para que cuando la inspiración regresara, pudiera tomar esas notas y darles forma.

Hay quien prefiere grabar su voz, otros dibujan, otros guardan silencios… cada quien tiene su manera. A mí me gusta escribir. A veces, me salen las cosas y las plasmo en una servilleta, sin querer, y sin pensarlo mucho. Cuando me llega un recuerdo, lo anoto en el celular, en una hoja suelta, o en cualquier rincón donde pueda atraparlo antes de que se escape.
Hay veces que a la inspiración la busco y no la encuentro así como hay veces que sin buscarla, llega inesperadamente… y la abrazo.

A veces me río de las cosas que recuerdo —de mi niñez, de mis padres, de los hermanos, de mis amigos y de nuestras travesuras— las escribo en donde este o por donde vaya, estaciono mi camioneta y las dejo ahí, sin correcciones, sin adornos. Luego, cuando la inspiración decide volver, las releo y les doy forma. Solo entonces me animo a compartirlas, porque ya las siento completas, ya me dicen algo.

La inspiración, como les digo, es celosa. Pero hay que saber tratarla bien, darle su espacio y su cariño. Algunos la alimentan con agradecimiento; otros, con una copa de vino, un buen queso o una charla sincera. Lo importante es mantenerla viva, que no se sienta olvidada. Porque cuando ella quiere… nos regala pedacitos del alma convertidos en palabras.

Javier Zacarias

18 de octubre de 2025

Recuerdos, beisbol y amistades eternas

Aquel domingo de marzo del 2010 decidí romper la rutina y darme un regalo del alma: regresar al estadio de béisbol para presenciar el juego de campeonato de la liga máster entre las Águilas de Eagle Pass y el Club Trípoli de Piedras Negras. Equipos en los que alguna vez vestí el uniforme, sudé la camiseta y compartí momentos que hoy, más que recuerdos, son tesoros de mi vida deportiva.

El estadio —ese viejo coloso eternamente “en construcción” desde que don Daniel Hernández Medrano intentó levantarlo con recursos del sindicato minero de la sección 123— sigue ahí, impasible, con su historia y sus heridas. Localizado en una de las zonas más activas de la ciudad, no ha podido escapar de los enredos legales sobre su propiedad, renta o concesión. Pero esa es otra historia. Lo verdaderamente importante es que, pese a todo, fue un templo de batallas memorables.


El Club Trípoli se coronó campeón con una ventaja clara en el marcador, sellando una temporada de armonía, entrega y respeto entre peloteros, socios y directivos. Un espíritu que se ha transmitido con orgullo de generación en generación. Las Águilas, dignos rivales, vendieron cara la derrota; fue hasta las últimas entradas cuando el pitcheo cedió ante la ofensiva implacable del Trípoli.


No vengo a hacer una crónica del juego, sino a compartir la dicha que me dio vivir nuevamente el ambiente único del deporte de mis amores, y sobre todo, reencontrarme con tantos rostros queridos, compañeros de antaño, amigos de siempre.


Las porras no decepcionaron: matracas, sirenas, trompetas, gritonas profesionales y hasta un silbato de ferrocarril que nos hizo vibrar (y sufrir) cada jugada. El día era perfecto. Lo comentaba el Lic. Jesús Mario Flores Farías, quien animaba la porra tripolita junto a su padre, nuestro entrañable Chuy Mario, pilares y alma del club. Lo acompañaban también mi querido Nene Estrada, relajado bajo su sombrilla playera —siempre fue un gusto verlo tan bien en aquella época—, la Chuta Guzmán, Rogelio González, José Ángel y su padre Don Alfredo, los hermanos Yamanaka, Lico Maldonado y su señora, y muchos otros socios y fieles que han hecho del Trípoli una familia. Algunos ya se nos adelantaron en el camino dejando su esencia en los suyos, otros siguen aqui, fieles al beisbol.


Abrazo a abrazo, saludo a saludo, revivimos glorias y carcajadas, complicidades y jugadas de antaño. 


Cuántos recuerdos caben en una tarde…


Cuando el sol empezó a apretar —por allá de la quinta entrada— me refugié en las sombras de los “palcos”, donde aproveché para ir a felicitar a dos grandes del béisbol local: Enrique “Pilón” Martínez y Gilberto “Pily” Martínez, quienes recibieron un homenaje de la liga por su destacada trayectoria. Ex compañeros de trabajo y diamante, los Martínez han dejado huella en nuestra historia deportiva. Fue emotivo verlos rodeados de su familia, sus amigos del Club Atoyac, y recibir los aplausos mientras los jugadores hacían una valla de respeto.


En el receso aproveché para saborear unos tacos deliciosos y buscar un nuevo rincón desde donde seguir el juego sin que el sol me castigara. Encontré el mejor sitio con Oscar y Lalo Muñoz, en compañía de Francisco “Kiko” Castro y Manuel “Chiva” Valadés. Viejos lobos del béisbol, disfrutaban del juego entre anécdotas, críticas sabrosas de cada jugada y las ocurrencias de Kiko, que siempre arrancan carcajadas. El partido ya estaba definido, así que nos dejamos llevar por la charla y el recuerdo.


Trípoli fue justo campeón. No hay duda. Un reconocimiento merecido a jugadores, directivos y socios que cada año sostienen con pasión y entrega el prestigio de su club. En especial destaco a mi querido amigo de la infancia, José María Cortez, quien bateó de 5-5 como en sus mejores tiempos; a los hermanos Chalios Rodríguez, dueños del montículo; al Nake Ávila, con su experiencia siempre oportuna, y al incansable Augusto Sabido, quien corrió las bases como si el tiempo no pasara.


Fue un domingo de esos que uno guarda con cariño. Un día de béisbol, sí, pero también de reencuentros, de memorias vivas, de amistades que no se oxidan.

Uno de esos días que, más que vivirse, se agradecen… y que urge repetir.


Javier Zacarías 

11 de octubre de 2025

Crónicas…


Bajo el cielo del Terraza Villarreal

“Llévense la bolsa de esquites y las sodas al cine, ahí las venden muy caras”, nos decía mi abuela aquellas noches de verano, cuando junto a mis hermanos y los primos de nuestra edad nos permitían ir solos —sí, solos y a pie— al Cine Terraza Villarreal. 
Nuestros padres se daban un respiro, y nosotros brincábamos de gusto rumbo al cine, cargando la bolsota del número 25 llena de palomitas y las “cocas” escondidas entre los holgados pantalones.

Los empleados del cine ya sabían de nuestro “contrabando” de dulces y refrescos. Se hacían los desentendidos y hasta sonreían al vernos pasar.

Aquel cine era todo un monumento de nuestra frontera. Un edificio amplio donde, bajo el cielo estrellado, se proyectaban las películas más actuales de aquellos tiempos: Tin Tan, Cantinflas, Pedro Infante, Luis Aguilar, Raphael, Rocío Dúrcal…
La pantalla era de concreto, las butacas de fierro pintadas de celeste —para aguantar las lluvias—, y aunque se calentaban con el sol, a nadie le importaba. Lo nuestro era disfrutar, encontrarnos con los amigos y sentir la magia del cine al aire libre, sentados en las primeras filas, riendo y soñando.

Aquel lugar fue uno de los pocos centros de diversión familiar que teníamos en Piedras Negras, y todavía al recordarlo, se me dibuja una sonrisa. Fueron días felices, simples y llenos de vida.


La Nogalera y el río que cantaba

La Nogalera era otro de esos rincones entrañables. Ubicada a orillas del Río de La Villita —el Río Escondido—, justo bajo el puente de La Villa. Quienes vivieron aquí por los 60’s saben de lo que hablo: aquel sitio tenía todo para pasar un buen rato en familia.
Resbaladeros de concreto, pasamanos, columpios, paseos a caballo y, por supuesto, los lugares para la carnita asada o el guiso en la paila.

Pero lo mejor no era el lugar, sino la convivencia. Los domingos esperábamos ansiosos para ir, buscando llegar temprano y alcanzar buen sitio. El río corría entonces con fuerza, limpio y alegre. Había hasta “piélagos”, y los papás nos vigilaban de cerca para evitar que algún remolino travieso nos jugara una mala pasada.

Quién diría que aquel río caudaloso, que hoy apenas es un arroyito y que hace poco mostró su fuerza con la inundación en Villa de Fuente, era en aquellos tiempos un auténtico paisaje vivo… un pedazo de paraíso natural donde crecimos felices.


Eagle Pass: la otra mitad del paseo

Y díganme la verdad… ¿a poco no disfrutaban cruzar a Eagle Pass con sus mamás?
Bueno, yo no tanto —por eso de las caminatas eternas y las esperas en las tiendas—, pero lo hacía con gusto porque sabía que venía la recompensa.

La aventura empezaba desde el puente internacional, aquel de pura estructura de fierro. Ya del otro lado, el recorrido era sagrado: el sótano de la tienda Kress, con su juguetería mágica; Newberry’s, donde además de juguetes había una fuente de sodas que calmaba la sed de tanto caminar por la Main Street; el HEB del centro, las tiendas donde mamá daba los abonos, y al final… una nieve en la Farmacia Rexall. ¡Eso sí era cerrar con broche de oro!

Cuánto disfruté a mi madre en aquella época, aunque me trajera camine y camine entre tiendas y pláticas con sus amigas. Hoy lo recuerdo con el corazón apretado, pero lleno de gratitud.


Chamacos… hoy hay beisbol, y las cervezas se estarán enfriando desde temprano para disfrutarlo enormemente en Le Club.