Por: Javier Zacarias
A mediados de los años 60, cuando los días transcurrían más despacio y la infancia parecía infinita, comenzaba a tomar forma la Liga Infantil de Béisbol Municipal en mi querido Piedras Negras. Los partidos se jugaban en un pequeño parquecito ubicado por la avenida López Mateos, justo detrás de donde está un negocio de paneles solares. Era un campo sencillo, pero para nosotros, era nuestro estadio de grandes ligas.
Aquellos días tenían un sabor muy especial. Las familias llegaban completas, cargadas de ánimo, sillas plegables y bolsas con fruta fresca. Al terminar los juegos, se compartían sandías, melones, elotes y jícamas como si se compartieran pedacitos de vida. Reinaba esa hermandad pura que solo se conoce en la provincia del norte de México, donde el calor humano es tan generoso como el del sol.
Nuestro primer equipo fue “La Voz del Norte”, patrocinado por el periódico más leído de la época, cuando todavía no llegaban al pueblo los hermanos Carlos y Francisco Juaristi con su periódico El Zócalo. Más tarde ellos también patrocinarían equipos infantiles, contagiados por esa fiebre hermosa de formar a los niños con bat y guante, enseñándoles no solo a batear, sino a crecer en equipo.
Nuestro mánager era don Pedrito Pérez, un verdadero caballero. Tenía una dulzura que contrastaba con el carácter que se requería para dirigir un equipo. A diferencia de otros entrenadores, él no levantaba la voz ni regañaba: educaba con palabras de aliento, con una mano sobre el hombro, con un aplauso sincero o una caricia en la cabeza. Esa forma suya, tan distinta, sembró en nosotros el amor al béisbol y, sin quererlo, nos enseñó a ser mejores personas.
Vivía en la Colonia Americana, y ahí nos citaba al inicio de cada temporada para entregarnos aquellos pesados uniformes de pana que nos hacían sentir profesionales. Su esposa, siempre amable, nos recibía con galletas, leche o un refresco.
Evoco con afecto a muchos de esos compañeros de vida y diamante: Baldo Ballesteros, Chema Cortés, Gaby Estrada, Carlos Cruz, Lalo Riojas… y tantos otros cuyos nombres siguen guardados en el corazón.
Cuando don Pedrito se retiró, quien tomó la estafeta fue “La María” Vargas, al frente del equipo de la Farmacia Infantil. Ahí también jugaba mi entrañable amigo José María Cortés Yosikawa, con quien compartí no solo el uniforme, sino aventuras que aún hoy nos hacen reír entre la nostalgia.
Una de esas ocurrió cuando íbamos a recoger los uniformes a la casa de “La Maria” para la temporada. Chemita, con esa impaciencia que siempre lo ha caracterizado, me dijo:
—“¡Vamos a llegar primero por los uniformes, flaco, para escoger el número que queramos!”
Y allá vamos, bajándonos del camión urbano frente a la Minerva. Íbamos corriendo para cruzar la calle para el callejón que ahora lleva a Gutiérrez… yo cruce la avenida Carranza sorteando unos carros y Chemita titubeó. Al intentar seguirme, en su desesperación por cruzar la calle, terminó estampado de frente, cuan flaco era, contra el costado de una patrulla de policía que justo pasaba por ahí.
¡Una patrulla, nada menos! —diría más tarde don Ernesto, su papá— “¿No le pudiste atinar a otro carro, Chemita?”
Golpeado los policías se lo llevaron en la famosa “Julia” al Hospital Civil por si las dudas y para evitar que su papá armara el alboroto que ya se veía venir mientras yo corriendo fui avisarle a nuestro manager de lo ocurrido y de inmediato nos fuimos al hospital Civil en su carro. Por suerte, solo fue un chipote y unos raspones. Nada serio. A final de cuentas, éramos de hule en ese tiempo… ¡carajo!
Y cómo no recordar también a nuestro fan eterno: Pedro “La Pira” Yosikawa, tío de Chema. Cuando digo “fan de toda la vida”, lo digo con el corazón. “La Pira” nos siguió desde nuestros juegos con La Voz del Norte y Farmacia Infantil, hasta nuestros años en la liga de veteranos, alentándonos incluso en los campeonatos con el Club Trípoli. Siempre ahí, bajo el sol o bajo la sombra, aplaudiendo con esa lealtad que solo los verdaderos afectos conocen.
Gracias, querido Pira. Te recordamos con gratitud y cariño, como si nunca te hubieras ido.
Cómo se añoran esos tiempos… cuando el tiempo parecía correr despacio, sin prisa, como si nos diera permiso de saborear cada instante. Eran días en que las horas se llenaban de risas y juegos sencillos, de amigos que se sentían eternos, de la familia que siempre estaba cerca, marcando con su cariño el rumbo de nuestra vida.
Recuerdo cómo la vida se sentía ligera: las tardes parecían interminables, el sol se escondía despacio y cada momento tenía un valor único, aunque en ese entonces no lo supiéramos. Hoy, al mirar atrás, uno entiende que la verdadera riqueza estaba ahí: en los abrazos de la familia, en las voces de los amigos, en esa inocencia que nos hacía creer que el mundo era seguro y bondadoso.
Nuestra infancia no fue perfecta, pero tuvo esa magia que ahora se extraña, esa calma que hoy parece tan lejana en medio de la prisa y el ruido. Por eso, evocarla no es solo recordar, es también volver a sentir un poco de esa paz, de esa alegría sencilla que nos enseñó a vivir.
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