Don Remigio regreso a su pueblo de donde había salido hace ya casi un año con rumbo a los Estados Unidos. Lo encontró igual como lo había sonado mientras estaba trabajando.
La iglesia del pueblo seguía llena de gente todas las tardes. Sus cúpulas blanqueadas con cal y la vieja campana brillaba de limpia como todas las Semanas Santas cuando el curita ponía a trabajar al remilgoso sacristán. La plaza y su kiosco estaban como siempre, limpios y oliendo a tierra mojada después que doña Carmen regaba todas las tardes antes de misa. Las calles empedradas que rodeaban la iglesia y la plaza estaban siempre concurridas con los guallines, gente a caballo y muchachos juguetones mientras que las banquetas se llenaban de gente platicando en sus mecedoras cuando el sol reposaba detrás de la loma de la Santa Cruz.
Su casa olia a rosas todas las mañanas y la acequia que cruzaba los terrenos de el y sus vecinos cantaba su melodia a todas horas. Para arruyar el sueño y para alegrar la mañana, para acompanar la comida y para servir de fondo a las platicas nocturnas con Dona Adela. Tambien olia a cafe de holla y a aquellas esquisitas tortillas de harina que preparaba diariamente para los muchachos y para el.
Por eso siempre regresa.
Arre! le grita don Remigio a la mula que reconoce la montura del patron. Extrañaba el paseo rumbo al río esa vieja mula compañera de travesias y travesuras. Bullele Cleotilde! tenemos poco tiempo antes de que arrecie el sol.
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