Bajo el cielo del Terraza Villarreal
“Llévense la bolsa de esquites y las sodas al cine, ahí las venden muy caras”, nos decía mi abuela aquellas noches de verano, cuando junto a mis hermanos y los primos de nuestra edad nos permitían ir solos —sí, solos y a pie— al Cine Terraza Villarreal.
Nuestros padres se daban un respiro, y nosotros brincábamos de gusto rumbo al cine, cargando la bolsota del número 25 llena de palomitas y las “cocas” escondidas entre los holgados pantalones.
Los empleados del cine ya sabían de nuestro “contrabando” de dulces y refrescos. Se hacían los desentendidos y hasta sonreían al vernos pasar.
Aquel cine era todo un monumento de nuestra frontera. Un edificio amplio donde, bajo el cielo estrellado, se proyectaban las películas más actuales de aquellos tiempos: Tin Tan, Cantinflas, Pedro Infante, Luis Aguilar, Raphael, Rocío Dúrcal…
La pantalla era de concreto, las butacas de fierro pintadas de celeste —para aguantar las lluvias—, y aunque se calentaban con el sol, a nadie le importaba. Lo nuestro era disfrutar, encontrarnos con los amigos y sentir la magia del cine al aire libre, sentados en las primeras filas, riendo y soñando.
Aquel lugar fue uno de los pocos centros de diversión familiar que teníamos en Piedras Negras, y todavía al recordarlo, se me dibuja una sonrisa. Fueron días felices, simples y llenos de vida.
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La Nogalera y el río que cantaba
La Nogalera era otro de esos rincones entrañables. Ubicada a orillas del Río de La Villita —el Río Escondido—, justo bajo el puente de La Villa. Quienes vivieron aquí por los 60’s saben de lo que hablo: aquel sitio tenía todo para pasar un buen rato en familia.
Resbaladeros de concreto, pasamanos, columpios, paseos a caballo y, por supuesto, los lugares para la carnita asada o el guiso en la paila.
Pero lo mejor no era el lugar, sino la convivencia. Los domingos esperábamos ansiosos para ir, buscando llegar temprano y alcanzar buen sitio. El río corría entonces con fuerza, limpio y alegre. Había hasta “piélagos”, y los papás nos vigilaban de cerca para evitar que algún remolino travieso nos jugara una mala pasada.
Quién diría que aquel río caudaloso, que hoy apenas es un arroyito y que hace poco mostró su fuerza con la inundación en Villa de Fuente, era en aquellos tiempos un auténtico paisaje vivo… un pedazo de paraíso natural donde crecimos felices.
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Eagle Pass: la otra mitad del paseo
Y díganme la verdad… ¿a poco no disfrutaban cruzar a Eagle Pass con sus mamás?
Bueno, yo no tanto —por eso de las caminatas eternas y las esperas en las tiendas—, pero lo hacía con gusto porque sabía que venía la recompensa.
La aventura empezaba desde el puente internacional, aquel de pura estructura de fierro. Ya del otro lado, el recorrido era sagrado: el sótano de la tienda Kress, con su juguetería mágica; Newberry’s, donde además de juguetes había una fuente de sodas que calmaba la sed de tanto caminar por la Main Street; el HEB del centro, las tiendas donde mamá daba los abonos, y al final… una nieve en la Farmacia Rexall. ¡Eso sí era cerrar con broche de oro!
Cuánto disfruté a mi madre en aquella época, aunque me trajera camine y camine entre tiendas y pláticas con sus amigas. Hoy lo recuerdo con el corazón apretado, pero lleno de gratitud.
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Chamacos… hoy hay beisbol, y las cervezas se estarán enfriando desde temprano para disfrutarlo enormemente en Le Club.
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