Éramos buenos muchachos, de esos que sabían portarse bien. Estudiábamos con disciplina, cumplíamos nuestras obligaciones como estudiantes y como hijos, y siempre teníamos presente el esfuerzo de nuestros padres, que con tanto sacrificio nos mandaban a estudiar fuera de nuestra tierra. En Guadalajara llevábamos una vida ordenada, con la frente en alto y con la dignidad de quienes saben que no pueden fallar.
Pero también, no nos hagamos, éramos jóvenes. Alegres, deportistas, bullangueros cuando se podía, y claro que había fiestas, reuniones y alguna que otra escapada. Nada fuera de lo normal, nada que nos metiera en líos mayores; simplemente la vida alegre de la juventud, que también merece su espacio entre libros y cuadernos.
Una noche, de esas que se guardan en la memoria, decidimos salir casi todos los que vivíamos en la casa rentada. Íbamos de bar en bar por San Juan de Dios, entre pláticas, risas y canciones. La pasábamos de lo mejor hasta que, de pronto, uno de nosotros desapareció. Lo buscamos por todos lados: en bares cercanos, en la calle, preguntamos a taxistas… y nada. Hasta que alguien nos dio la pista: “Chequen en los separos, a tres cuadras de aquí, no vaya a ser que lo tengan ahí guardado”.
Allá fuimos, medio incrédulos, pero con la esperanza de encontrarlo. Al revisar el registro, su nombre no aparecía en la lista de detenidos. Ya estábamos por ir a un hospital cercano cuando, de repente, desde una ventanita oscura se escuchó esa voz que todos conocíamos:
—“¡Flaco, aquí estoy! ¡Aquí estoy, Flaco!”
Volteamos todos al mismo tiempo y estallamos en carcajadas de alivio. Efectivamente, era él. Volvimos a hablar con el oficial y nos dimos cuenta de por qué no lo encontrábamos en la lista: nuestro amigo había decidido ponerse otro nombre. Cuando por fin salió, con sus cosas en la mano y la sonrisa intacta, nos contó lo ocurrido.
Resulta que lo habían detenido por caminar con una cerveza en la mano, y al momento de dar su nombre, para “no quemarse con la raza de la escuela”, se le ocurrió dar un alias: “Doroteo Arango”. El policía lo miró raro y hasta le dijo que ese nombre se le hacía muy conocido, que parecía que ya había caído antes alguien con ese mismo nombre. Nuestro amigo, con toda seriedad, le juró que era su primera vez.
El ingenio y la ocurrencia nos hicieron reír durante días, y aún hoy, cuando sale esa anécdota en las reuniones, las carcajadas vuelven como si todo hubiera pasado ayer.
Porque al final, así era la vida universitaria: entre el estudio y la responsabilidad, se escondían esas historias alegres que nos unieron y nos marcaron para siempre. Y quizá lo más valioso de todo es que hoy, al recordarlas, entendemos que no eran solo travesuras, sino momentos que nos enseñaron a vivir con gratitud, amistad y la alegría sencilla de ser jóvenes.
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