Aquel domingo de marzo del 2010 decidí romper la rutina y darme un regalo del alma: regresar al estadio de béisbol para presenciar el juego de campeonato de la liga máster entre las Águilas de Eagle Pass y el Club Trípoli de Piedras Negras. Equipos en los que alguna vez vestí el uniforme, sudé la camiseta y compartí momentos que hoy, más que recuerdos, son tesoros de mi vida deportiva.
El estadio —ese viejo coloso eternamente “en construcción” desde que don Daniel Hernández Medrano intentó levantarlo con recursos del sindicato minero de la sección 123— sigue ahí, impasible, con su historia y sus heridas. Localizado en una de las zonas más activas de la ciudad, no ha podido escapar de los enredos legales sobre su propiedad, renta o concesión. Pero esa es otra historia. Lo verdaderamente importante es que, pese a todo, fue un templo de batallas memorables.
El Club Trípoli se coronó campeón con una ventaja clara en el marcador, sellando una temporada de armonía, entrega y respeto entre peloteros, socios y directivos. Un espíritu que se ha transmitido con orgullo de generación en generación. Las Águilas, dignos rivales, vendieron cara la derrota; fue hasta las últimas entradas cuando el pitcheo cedió ante la ofensiva implacable del Trípoli.
No vengo a hacer una crónica del juego, sino a compartir la dicha que me dio vivir nuevamente el ambiente único del deporte de mis amores, y sobre todo, reencontrarme con tantos rostros queridos, compañeros de antaño, amigos de siempre.
Las porras no decepcionaron: matracas, sirenas, trompetas, gritonas profesionales y hasta un silbato de ferrocarril que nos hizo vibrar (y sufrir) cada jugada. El día era perfecto. Lo comentaba el Lic. Jesús Mario Flores Farías, quien animaba la porra tripolita junto a su padre, nuestro entrañable Chuy Mario, pilares y alma del club. Lo acompañaban también mi querido Nene Estrada, relajado bajo su sombrilla playera —siempre fue un gusto verlo tan bien en aquella época—, la Chuta Guzmán, Rogelio González, José Ángel y su padre Don Alfredo, los hermanos Yamanaka, Lico Maldonado y su señora, y muchos otros socios y fieles que han hecho del Trípoli una familia. Algunos ya se nos adelantaron en el camino dejando su esencia en los suyos, otros siguen aqui, fieles al beisbol.
Abrazo a abrazo, saludo a saludo, revivimos glorias y carcajadas, complicidades y jugadas de antaño.
Cuántos recuerdos caben en una tarde…
Cuando el sol empezó a apretar —por allá de la quinta entrada— me refugié en las sombras de los “palcos”, donde aproveché para ir a felicitar a dos grandes del béisbol local: Enrique “Pilón” Martínez y Gilberto “Pily” Martínez, quienes recibieron un homenaje de la liga por su destacada trayectoria. Ex compañeros de trabajo y diamante, los Martínez han dejado huella en nuestra historia deportiva. Fue emotivo verlos rodeados de su familia, sus amigos del Club Atoyac, y recibir los aplausos mientras los jugadores hacían una valla de respeto.
En el receso aproveché para saborear unos tacos deliciosos y buscar un nuevo rincón desde donde seguir el juego sin que el sol me castigara. Encontré el mejor sitio con Oscar y Lalo Muñoz, en compañía de Francisco “Kiko” Castro y Manuel “Chiva” Valadés. Viejos lobos del béisbol, disfrutaban del juego entre anécdotas, críticas sabrosas de cada jugada y las ocurrencias de Kiko, que siempre arrancan carcajadas. El partido ya estaba definido, así que nos dejamos llevar por la charla y el recuerdo.
Trípoli fue justo campeón. No hay duda. Un reconocimiento merecido a jugadores, directivos y socios que cada año sostienen con pasión y entrega el prestigio de su club. En especial destaco a mi querido amigo de la infancia, José María Cortez, quien bateó de 5-5 como en sus mejores tiempos; a los hermanos Chalios Rodríguez, dueños del montículo; al Nake Ávila, con su experiencia siempre oportuna, y al incansable Augusto Sabido, quien corrió las bases como si el tiempo no pasara.
Fue un domingo de esos que uno guarda con cariño. Un día de béisbol, sí, pero también de reencuentros, de memorias vivas, de amistades que no se oxidan.
Uno de esos días que, más que vivirse, se agradecen… y que urge repetir.
Javier Zacarías
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