Me hizo falta algo esta navidad.
Ese “algo” que no cabe en cajas de regalo ni se sirve en los platos
Me hizo falta el calor —no el de las estufas, sino el de la casa de mis abuelos—donde el aire olía a bondad, a cariño, a canela, a historias viejas que se quedaban flotando en los cuartos antes de la cocina. Esos cuartos donde se guardaban dulces… y memorias.
Me hizo falta aquel patio.
Lleno de sillas, de mecedoras que crujían al compás de la tarde, de conversaciones pausadas bajo un cielo de diciembre que olía a chocolate caliente, a café recién colado, a golosinas compartidas entre risas.
Echo de menos esas escenas que se quedaron bordadas en mi memoria: mi mamá, mis tías, bajo la batuta dulce y estricta de mi abuela, convirtiendo ingredientes simples en manjares llenos de historia.
El olor de los buñuelos, la música en la radio, las risas, las bromas que se decían entre cucharadas y cacerolas.
El fuego crepitando al anochecer, la parrilla cantando mientras los tíos Mando y Pepe cocinaban con destreza, siempre vigilados por la mirada atenta —y silenciosa— de mi abuelo. Todo era parte de un ritual que parecía eterno.
Me hizo falta el ruido. Sí, hasta ese escándalo tremendo de los cuetes de mi hermano Chavo en la calle Bravo,las carreras de primos, las actuaciones que preparamos con semanas de anticipación.
Nos aplaudían como si estuviéramos en Bellas Artes.
Los abuelos, sentados con los ojos brillantes, nos veían como si no hubiera mayor espectáculo en el mundo.
Me hizo falta esa música.
Las rancheras de mi tío José Carlos, de mi tío Carlos García, de mis tíos Saúl y Héctor y claro, de Los Feos —desafinadas pero entrañables—, la guitarra golpeada de tantas fiestas, las voces de quienes sabían cantar cubriéndolos con ternura, porque sí, aunque nunca lo admitan, los rescatábamos un poco.
Las historias de Teto y Lalito y sus motos, los bailes modernos de Yadira y Sonia, los discos girando en 45 RPM con canciones que hoy ya no suenan, pero que entonces eran el alma de la fiesta.
Me hicieron falta Gloria y Paty, coquetas y alegres, y Chavo, con esa energía inagotable que nos contagiaba a todos.
Me hizo falta Don José, que no decía mucho, pero lo decía todo con su mirada serena bajo el árbol entre las dos casas.
Esperábamos los regalos, sí, pero lo que en verdad esperábamos era estar juntos.
Y sí… también me hizo falta esa sorpresa que un día expresó mi abuelo: “¡Ah, cabrón!”, dijo entre risas a mis tíos, “¡mira nomás cómo ha crecido esta familia!” cuando Carlitos, Pepito y Mandito correteaban por el patio seguidos de la Beba.
Sabía —sabíamos todos— que él y mi abuelita eran los benditos culpables.
Ellos hicieron grande esta familia.
Con amor, con paciencia, con fe.
Me hizo falta esa llegada.
Esa carrera de emociones cuando los primos y tíos llegaban con bolsas llenas de regalos y los ojos llenos de alegría.
Me hizo falta querer parecerme a mis tíos, soñar con ser como ellos cuando fuera grande, recibir los abrazos de las tías, los besos repartidos como bendiciones, los mimos de mi abuelita.
Sus ojos —esos ojos— que no necesitaban decir nada para decirlo todo.
Extrañe sus bromas del Día de los Inocentes, que se volvían el tema obligado por el resto de la Navidad.
Extrañé la forma en que todo se detenía solo para escucharla reír.
Me hizo falta algo esta Navidad…
Quizá lo que más me hizo falta fue aprender de mis abuelos.
Esa capacidad de aceptar el cambio con amor.
De entender a los jóvenes, de respetar las nuevas costumbres, aunque no las comprendieran.
De guardar silencio cuando el corazón lo pedía, de abrazar con fuerza, de agradecer sin esperar nada.
De mantener la familia unida… siempre.
Yo también quiero ser así. Soportar todo. A todos. Como lo hicieron ellos.
Por amor.
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