Me gusta preguntarles cómo le hicieron, qué camino siguieron. Y al ver la chispa de orgullo en sus ojos, me acomodo y los escucho con toda la atención del mundo. He oído mil respuestas distintas, cada cual con su estilo, pero al final todas coinciden en lo mismo: el amor. Esa es la base de todo.
He comprobado también que el éxito nunca se da por obra de uno solo. Siempre hay trabajo en pareja. Cuando padre y madre caminan juntos, el hijo encuentra rumbo. Si uno jala para un lado y el otro para otro, lo que sale es un muchacho confundido, bronco, sin dirección. Como dice la lógica charra: el caballo se encabrita cuando no siente la rienda pareja.
Después de tantas charlas con mis amigos, estoy convencido de algo:
-De niños, se les instruye.
-De jóvenes, se les dirige.
-De adultos, se les aconseja.
Con los años he descubierto un detalle que nunca falla. Cuando miro a los ojos de los hijos de mis amigos, siempre encuentro ese brillo especial que distingue a los buenos muchachos. Es el brillo del respeto.
Pónganse a pensar en eso: el respeto se refleja en la mirada. No necesita palabras. El buen hijo respeta a sus padres, a sus hermanos, a su pareja, a los mayores y a sus amigos. Ese brillo es un sello que no se pierde y que solo lo llevan los que aprendieron a ser personas de bien.
Por eso disfruto tanto platicar con mis amigos de sus hijos. Porque cuando hablan de ellos con honestidad, el orgullo se les desborda. Y yo, al escucharlos, siento que algo de esa alegría también me pertenece.
Javier Zacarías
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