—“Si me dices dónde está la camioneta, nos regresamos ahorita mismo pa’llá, m’hijo”.
Desubicado en la inmensidad de la sierra coahuilense, volteaba a todos lados sin encontrar señal alguna del vehículo que nos había traído. Solo veía cerros, matorrales y cielo. “¡Te pica! Ahí está…”, insistía él. Pero nada. No la veía. La camioneta descansaba, paciente, en la falda de una loma altísima, oculta a simple vista, visible solo para ojos nacidos y hechos en el campo.
Como no logré distinguirla, seguimos caminando. Mi abuelo y yo, rumbo a lo más alto de la sierra, buscando una buena presa… y quizás, sin saberlo, también buscándonos el uno al otro en ese silencio inmenso que solo da el monte.
Nunca fue suficiente el tiempo para conocernos como queríamos. Nos separaba una distancia que iba más allá de los años: era el abismo entre su sabiduría curtida por el tiempo y mis pasos todavía inciertos. En algunos tramos él marchaba delante, firme, con su inseparable 30-06 al hombro; yo lo seguía con mi .22, que para mí era más castigo que arma, contrastando con mi cuerpo delgado y aquellas huleras o resorteras con las que solía jugar a la cacería en el monte detrás de la vieja Carta Blanca, donde hoy hay concreto y ruido.
Cuando el cansancio nos alcanzaba, nos sentábamos sobre alguna piedra, rodeados de silencio. Él miraba fijo al horizonte mientras me escuchaba. Yo hablaba de mi escuela, del fútbol, del béisbol, y él me ayudaba —sin decir mucho— a trazar los contornos de mi futuro. Aunque compartimos muchos momentos, hoy entiendo que nunca bastaron las pláticas, nunca alcanzaron los días. Pero sé que confiaba en que creceríamos guiados por buenos líderes y seríamos hombres de bien. En aquella quietud sagrada, saboreábamos su querido El Remolino. A dos horas de camino, el pueblo parecía estar ahí mismo, tan cerca, que juraría haber escuchado el rumor del agua corriendo por la atarjea.
Gente buena nació allí. Gente sencilla, de manos limpias y corazón grande, que aún recuerda con una sonrisa los días pasados.
De pronto, sin aviso, se levantó de un salto. Me ordenó en seco seguirlo, callados, porque intuía que los venados estaban cerca. Avanzó con cautela, tanteando cada paso, y cuando creyó que estábamos en rango, extendió la mano: “los binoculares”. Así, sin una palabra, se puso a revisar aquella pradera inmensa, como si examinara no solo al animal, sino el momento.
Allí estaban. A lo lejos, entre sombras y luz, se movían los venados. Con un gesto me indicó que los siguiéramos. Caminamos despacio, atentos. Él en silencio, escuchando mientras yo le contaba mis historias infantiles. A veces sonreía apenas, pero yo lo notaba. Me estaba disfrutando. Hoy lo entiendo. Sabía que su tiempo se agotaba y quería, como un buen abuelo, quedarse un poco más en el tren de mi vida, aunque fuera demorando la estación donde tendría que bajarse.
Y qué lugar eligió para hacerlo. En ese tren, mi pasajero tenía boleto de primera clase. Fue de esos personajes que se instalan en el alma y ahí se quedan. No hablaba mucho, pero su sola presencia llenaba el paisaje. Aunque no era común verlo reír, bastaba con tenerlo cerca para que la vida pesara menos.
De repente se detuvo. Se agachó y, con el dedo cruzando su boca, me ordenó guardar silencio. Se empujó el sombrero hacia atrás y, casi sin hacer ruido, se deslizó en cuclillas tras una roca que lo ocultaba. El viento nos favorecía. Estábamos en ventaja.
Con un ademán, me llamó. Me acerqué. Otro gesto, y entendí que debía quedarme quieto. Fue ahí, en ese instante, donde recibí mis primeras “riendas”. Me convertí en espectador privilegiado de una escena que nunca se podrá imprimir: mi abuelo, con su sombrero ladeado, recostado detrás de la roca, apuntando con su 30-06; yo a su lado, con los binoculares temblando en las manos, conteniendo la respiración.
Esa imagen me acompaña hasta hoy. Estoy seguro de que todo fue un montaje cuidadosamente planeado. Quiso regalarle a su nieto mayor un recuerdo imborrable… y lo logró, como todo lo que se proponía.
Cuando mi abuelo finalmente se bajó del tren de mi vida, lo hizo con la serenidad de los hombres que han cumplido su misión. Sin miedo, sin pendientes. Con la misma firmeza con la que caminaba delante de mí en la sierra.
Y yo, hasta el día de hoy, le agradezco.