3 de diciembre de 2025

No había de otra… y qué bueno que no la hubo

Por: Javier Zacarias


En mis años de niño no había muchas opciones: o jugabas béisbol o fútbol… o la chavalada te agarraba de bajada. Algún deporte tenías que practicar si querías ser parte de la pandilla. Y es que en aquellos tiempos no había Facebook, WhatsApp y juegos electrónicos: si querías jugar algun deporte o platicar con un amigo, agarrabas tu bici y te lanzabas a su casa; y si era con una chavita, igual, te lanzabas por ella… con todo y nervios.

Por allá de los años 60, lo que querían nuestras mamás era que saliéramos a la calle a echar relajo para darles un respiro. “¡Vete a jugar!”, nos decían… y uno obedecía. Hoy, en cambio, somos nosotros quienes le prohibimos eso a nuestros hijos, por el miedo que nos da un mundo que ya no es tan confiable, ni siquiera en un pueblo como el nuestro.

Para dejar descansar a mis jefes, salíamos disparados de la casa, dejando la alambrera como puerta de cantina, y nos íbamos rumbo a los campos de la López Mateos. Les confieso; yo también jugué futbol, aunque no lo crean… ¿Qué podía hacer? ¡Era eso o quedar fuera!

Nuestro equipo se llamaba “Oro”, y nuestro primer uniforme era un escudo de tela que se sujetaba a la camiseta con un seguro. Y vaya que lo portábamos con orgullo. Ya después, más organizados, nos patrocinó la Agencia Ford, que en esos años estaba por la Avenida Carranza exactamente donde esta ahorita la Sherwin Williams. El papá del Lic. Carlos Jacobo Rodríguez nos regaló dos balones, camisetas y shorts. Más adelante, nos patrocinó la Corona, y Don Toño González solo nos dio unas camisetas con el logo de “la cerveza más vendida del mundo”… ah y sin shorts, porque la temporada era en invierno. “¿Para qué los quieren? ¡No se vayan a resfriar los muchachos!”, le dijo al “director técnico” jajajajaja.

De esos equipos guardo grandes recuerdos y amistades que aún me acompañan.

También recuerdo las carreras de bicicletas “banana” que se hacían en la López Mateos. Los más grandes corrían desde donde estaba la Carta Blanca (ahora una agencia de seguros) hasta la carretera a Acuña, y los más chavitos hasta la Plaza de Toros.

Muchos de nosotros pasábamos las tardes en los campos de Don Raúl de Luna Fisher, donde hoy están Las Cabañitas, un centro comercial y algunos negocios y casas de cambio. Pero antes… eran territorio de aventuras. Eso sí: primero había que hacer la tarea. Si no, ni salías. Así de simple. Y sin llorar, porque te iba peor. Los maestros de la Escuela Rafael Ramírez eran duros. Cuando fallabas, te daban unos coscorrones que te sacaban la lagrimita, y con los cortes pelones que nos hacían nuestros papás, ¡no había ni tantita amortiguación! Mi compadre Fello Fernández es prueba de ello… me platicaba que nunca llevó la tarea y las orejas se le quedaron “marca registrada”.

A veces pienso que no había de otra… y qué bueno que no la hubo.

Porque en esa falta de opciones aprendimos a convivir, a soñar y a sudar juntos. Aprendimos que la vida se juega en equipo, que las derrotas duelen menos si alguien te da una palmada en la espalda, y que la amistad se forja entre tierra, polvo y risas.

Hoy paso por esos mismos lugares y me cuesta reconocerlos. Donde antes estaban los campos, ahora hay negocios, estacionamientos y letreros luminosos. Pero cierro los ojos… y todavía alcanzo a oír los gritos del portero, el silbato del árbitro y las carcajadas de la banda cuando alguien fallaba un gol cantado.

Éramos felices con tan poco… y no lo sabíamos.

Y aunque los años se hayan llevado los campos, las bicicletas “banana” y los escudos de tela con seguro, hay algo que sigue intacto: el recuerdo de aquellos días en que bastaba una pelota, una sonrisa y la tarde entera por delante para sentir que el mundo era nuestro.

La Inspiración…

La inspiración…

La inspiración es muy celosa. No se le puede exigir, ni se le puede llamar por capricho. Llega cuando quiere, a su hora… o a deshoras. A veces brota de una tristeza que nos ronda el alma, otras de una alegría inesperada. También hay quien la provoca con unos buenos tragos de tequila, con unas cervezas entre amigos, o en una tarde tranquila, soleada, a la orilla del río, viendo correr el agua y tentando a los peces. Pero aun así, la inspiración es terca, refunfuñona, y solo se deja ver cuando le nace.

Todos la quieren, la añoran, la buscan, la celebran… pero pocos la valoran de verdad. Porque la inspiración, cuando llega, no siempre avisa, y muchos la dejan pasar, distraídos o sin ganas de escribir o decir o cantar lo que sienten. Es un tesoro, y quien la recibe con frecuencia es, sin duda, una persona afortunada.

En mi caso, ha habido temporadas enteras —años incluso— en los que he querido escribir, pero solo me salían tonterías, cosas sin sentido. Luego las releo y hasta vergüenza me da. Hace días le comente en un mensaje a mi estimado amigo Francisco Orozco que cuando le brotara un recuerdo, lo escribiera así, sin adornos, como cuando uno hacía la lista del mandado. Que no esperara a estar inspirado, que lo dejara ahí, en papel o en su libreta, para que cuando la inspiración regresara, pudiera tomar esas notas y darles forma.

Hay quien prefiere grabar su voz, otros dibujan, otros guardan silencios… cada quien tiene su manera. A mí me gusta escribir. A veces, me salen las cosas y las plasmo en una servilleta, sin querer, y sin pensarlo mucho. Cuando me llega un recuerdo, lo anoto en el celular, en una hoja suelta, o en cualquier rincón donde pueda atraparlo antes de que se escape.
Hay veces que a la inspiración la busco y no la encuentro así como hay veces que sin buscarla, llega inesperadamente… y la abrazo.

A veces me río de las cosas que recuerdo —de mi niñez, de mis padres, de los hermanos, de mis amigos y de nuestras travesuras— las escribo en donde este o por donde vaya, estaciono mi camioneta y las dejo ahí, sin correcciones, sin adornos. Luego, cuando la inspiración decide volver, las releo y les doy forma. Solo entonces me animo a compartirlas, porque ya las siento completas, ya me dicen algo.

La inspiración, como les digo, es celosa. Pero hay que saber tratarla bien, darle su espacio y su cariño. Algunos la alimentan con agradecimiento; otros, con una copa de vino, un buen queso o una charla sincera. Lo importante es mantenerla viva, que no se sienta olvidada. Porque cuando ella quiere… nos regala pedacitos del alma convertidos en palabras.

Javier Zacarias