Por: Javier Zacarias
En mis años de niño no había muchas opciones: o jugabas béisbol o fútbol… o la chavalada te agarraba de bajada. Algún deporte tenías que practicar si querías ser parte de la pandilla. Y es que en aquellos tiempos no había Facebook, WhatsApp y juegos electrónicos: si querías jugar algun deporte o platicar con un amigo, agarrabas tu bici y te lanzabas a su casa; y si era con una chavita, igual, te lanzabas por ella… con todo y nervios.
Por allá de los años 60, lo que querían nuestras mamás era que saliéramos a la calle a echar relajo para darles un respiro. “¡Vete a jugar!”, nos decían… y uno obedecía. Hoy, en cambio, somos nosotros quienes le prohibimos eso a nuestros hijos, por el miedo que nos da un mundo que ya no es tan confiable, ni siquiera en un pueblo como el nuestro.
Para dejar descansar a mis jefes, salíamos disparados de la casa, dejando la alambrera como puerta de cantina, y nos íbamos rumbo a los campos de la López Mateos. Les confieso; yo también jugué futbol, aunque no lo crean… ¿Qué podía hacer? ¡Era eso o quedar fuera!
Nuestro equipo se llamaba “Oro”, y nuestro primer uniforme era un escudo de tela que se sujetaba a la camiseta con un seguro. Y vaya que lo portábamos con orgullo. Ya después, más organizados, nos patrocinó la Agencia Ford, que en esos años estaba por la Avenida Carranza exactamente donde esta ahorita la Sherwin Williams. El papá del Lic. Carlos Jacobo Rodríguez nos regaló dos balones, camisetas y shorts. Más adelante, nos patrocinó la Corona, y Don Toño González solo nos dio unas camisetas con el logo de “la cerveza más vendida del mundo”… ah y sin shorts, porque la temporada era en invierno. “¿Para qué los quieren? ¡No se vayan a resfriar los muchachos!”, le dijo al “director técnico” jajajajaja.
De esos equipos guardo grandes recuerdos y amistades que aún me acompañan.
También recuerdo las carreras de bicicletas “banana” que se hacían en la López Mateos. Los más grandes corrían desde donde estaba la Carta Blanca (ahora una agencia de seguros) hasta la carretera a Acuña, y los más chavitos hasta la Plaza de Toros.
Muchos de nosotros pasábamos las tardes en los campos de Don Raúl de Luna Fisher, donde hoy están Las Cabañitas, un centro comercial y algunos negocios y casas de cambio. Pero antes… eran territorio de aventuras. Eso sí: primero había que hacer la tarea. Si no, ni salías. Así de simple. Y sin llorar, porque te iba peor. Los maestros de la Escuela Rafael Ramírez eran duros. Cuando fallabas, te daban unos coscorrones que te sacaban la lagrimita, y con los cortes pelones que nos hacían nuestros papás, ¡no había ni tantita amortiguación! Mi compadre Fello Fernández es prueba de ello… me platicaba que nunca llevó la tarea y las orejas se le quedaron “marca registrada”.
A veces pienso que no había de otra… y qué bueno que no la hubo.
Porque en esa falta de opciones aprendimos a convivir, a soñar y a sudar juntos. Aprendimos que la vida se juega en equipo, que las derrotas duelen menos si alguien te da una palmada en la espalda, y que la amistad se forja entre tierra, polvo y risas.
Hoy paso por esos mismos lugares y me cuesta reconocerlos. Donde antes estaban los campos, ahora hay negocios, estacionamientos y letreros luminosos. Pero cierro los ojos… y todavía alcanzo a oír los gritos del portero, el silbato del árbitro y las carcajadas de la banda cuando alguien fallaba un gol cantado.
Éramos felices con tan poco… y no lo sabíamos.
Y aunque los años se hayan llevado los campos, las bicicletas “banana” y los escudos de tela con seguro, hay algo que sigue intacto: el recuerdo de aquellos días en que bastaba una pelota, una sonrisa y la tarde entera por delante para sentir que el mundo era nuestro.