25 de junio de 2025

Don Rodolfo…

Don Rodolfo Martínez fue un hombre profundamente respetado y entrañablemente querido en nuestra comunidad. De carácter limpio y sincero, era paciente, amable, y siempre tenía palabras agradables y consejos sabios que ofrecía sin imponerse, con esa naturalidad de quien vive con integridad.

“El Casa Roja” no era solo su rancho; era su refugio, su orgullo, su pasión. Un lugar hermoso, amplio y lleno de vida, donde más de una vez, junto con sus yernos, pasamos tardes inolvidables pescando en los tanques —El Grande, El Chorizo, entre otros— o celebrando convivios a la orilla del río San Rodrigo, hasta donde llegaba ese extenso y generoso terreno.

Don Rodolfo tenía un especial cuidado por sus vacas. Era celoso de su paz. No le gustaba que las espantaran. Si alguna se encontraba echada a mitad del camino, apagaba pacientemente su camioneta y esperaba a que, por sí sola, se levantara. Solo entonces continuaba su camino. Nunca forzaba el orden natural, simplemente lo respetaba.

Tenía esa sabiduría sencilla y antigua, de códigos no escritos, pero firmes. Respetaba la tierra, a los animales, a los tiempos del campo… y esperaba lo mismo de los demás. Su forma de corregir podía parecer dura —una ceja levantada bastaba— pero en el fondo había una ternura discreta, esa que solo se expresa en los silencios o en la espera serena a la sombra de un encino.

Hoy, cuando recorremos esos caminos de tierra y vemos una vaca recostada al sol, no falta quien diga en tono de broma: —“Si estuviera Don Rodolfo, la dejaba ahí hasta que se quitara sola”. Y todos reímos, porque lo imaginamos exactamente así: paciente, firme, respetuoso del tiempo y del entorno.

Recuerdo una ocasión, después de una jornada larga de pesca bajo un sol infernal. Nos quedamos entre las dos casas del rancho, descansando en las mecedoras mientras Don Rodolfo, cansado de su trabajo en los corrales, se unía a nosotros. Le gustaba conversar, recordar viejos tiempos, compartir anécdotas con su hablar pausado, entre fogatas y carcajadas, rodeado de sus yernos, amigos e invitados.

En una de esas charlas, nos contó una anécdota que aún hoy me hace sonreír. Tras una cacería con unos arrendatarios de su rancho —gente de la compañía Zebco, si mal no recuerdo—, les preparó un cabrito. Pero antes, cocinaron unas tripitas en paila, como se acostumbra en el norte. Se sirvieron tacos con salsa de chile piquín, guacamole y frijoles rancheros. Los invitados, encantados, no paraban de repetir y chuparse los dedos.

Fue entonces que el dueño de la compañía, un señor ya mayor y muy educado, se acercó intrigado y le preguntó con una sonrisa:—Don Rodolfo, ¿cómo le hicieron para meter el gravy dentro de las tripas?

Don Rodolfo casi suelta el taco de la risa, pero se contuvo por respeto. Respondió con evasivas, cambió de tema, y dejó a los americanos maravillados con lo que ellos creyeron un secreto culinario. Nosotros, los que entendimos el malentendido, apenas podíamos contener la risa. Al recordarlo, nos dolían las quijadas de tanto reír. Y cada vez que tengo oportunidad, cuento esa historia —siempre mencionando al autor de la anécdota— y nunca falla la carcajada.

Así era Don Rodolfo: sabio, sencillo, buen conversador y mejor anfitrión. Un hombre al que admiré y respeté profundamente. A sus hijas, a su hijo, a sus yernos y a varios de sus nietos los sigo viendo con aprecio, y a todos les guardo un cariño especial.

Estoy seguro de que Don Rodolfo está hoy en un lugar muy especial allá en el cielo. La gente buena, honrada y trabajadora como él tiene reservado un sitio entre los mejores. Pero sobre todo, sigue y seguirá viviendo en el corazón de quienes tuvimos la fortuna de conocerlo, disfrutarlo y aprender de su ejemplo.

Victor Javier Zacarias


#PiedrasNegras

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