Hoy, les voy a platicar del Remolino, Coahuila.
Sí, una joyita de pueblo, ejido o congregación de esas que el tiempo parece haber dejado olvidadas en la región de Zaragoza, pero que aún guarda, como en cofres antiguos, costumbres, paisajes y una historia familiar que no se borra con nada.
Es el lugar donde nació mi madre.
El lugar donde los nogales se mecen con ese viento que baja encañonado entre los cerros, y donde las tardes se disfrutan con la melodía tranquila del río San Rodrigo, que pasa ahí al ladito, como si saludara en su camino.
Un lugar donde todavía se puede platicar en las calles, bajo la sombra de los árboles, o descansar con los pies en el agua fría y cristalina de la Atarjea, mientras los álamos murmuran recuerdos con cada ráfaga.
La localidad de El Remolino está en el municipio de Zaragoza, Coahuila. Pocos habitantes lo cuidan, lo habitan, lo viven.
Se llega por la carretera 29, entre Zaragoza y Acuña. Las señales ahí están, como tímidas invitaciones a descubrir lo que ya pocos conocen. De Piedras Negras llegas saliendo por el camino a Las Tinajas. No tiene pierde. En media hora estás ahí.
La verdad, son pocas las veces que he visitado el pueblo… pero con las historias que platican mi mamá y mis tíos, me basta. Me sobra. Porque esas historias, como semillas, crecieron en mí la sensación de pertenecer a ese lugar sin haberlo pisado del todo.
No es un destino turístico, ni falta que le hace.
Es el lugar donde mi familia materna llenó de risas y juegos el aire cálido de la infancia.
Es el pueblo al que mi abuelo volvía cada semana a ver sus vacas, y al que parecía añorar como si estuviera a mil kilómetros, aunque apenas se hubiera ido hace unas horas.
No encontrarán museos ni restaurantes, ni bares con pantallas de plasma.
Pero sí encontrarán gente que todavía ve a los ojos, que saluda como si te conociera desde siempre.
No hay clima extraordinario, pero el sol ahí no quema: abraza. Y los paisajes, tercos, siguen ahí, como queriendo recordarte lo que ya no se ve en otros lados.
No hay mucha gente, pero la que queda te atiende como si fueras de la familia.
Fue la necesidad de un futuro mejor para sus hijos lo que motivó a mi abuelita a convencer a mi abuelo de dejar El Remolino.
Él, por nada del mundo, se hubiera ido. Para él, el ruido de la ciudad era peligroso, y el amparo del pueblo, con su familia y sus costumbres, era su escudo.
Pero con esos ojos hermosos que tenía mi abuelita… lo convenció.
No podía negarle nada.
Y menos cuando se lo pedía con esa mirada.
No se equivocó. Nunca se equivocaba mi abuelita.
De niño, sin conocerlo, El Remolino me fascinaba.
Me cautivaban las historias que contaban mi mamá, mi abuela y mis tías alrededor de la mesa.
Con una memoria casi mágica, hablaban de personas, calles y momentos como si hubieran regresado por un rato.
Reían, se emocionaban, y dibujaban con palabras esos pasajes de una vida sencilla pero plena.
Yo escuchaba en silencio, con esa envidia inocente de quien todavía dependía de que sus papás dijeran “sí, vamos”.
Me juraba a mí mismo que de grande viviría ahí.
Ya un poco mayor, fui de pesca al río San Rodrigo con mis tíos.
Y sí, los paisajes eran tal como los contaban: una belleza callada, intacta.
Hace unos días fui. Ahi estan las fotos. Es una maravilla.
Pronto volveré, me lo prometo… otra vez.
- Javier Zacarias
-#Coahuila
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