19 de agosto de 2025

Mando “el Gordo”…


Tempranito y con cuadernos bajo el brazo y la preocupación marcada en la cara llegó a la casa de asistencia donde Gaby González, Chuy Risoul, Polaco y yo vivíamos a unas cuadras del Ateneo Fuente. Se notaba nervioso, se le veía en los ojos, aunque su cuerpo grande y fornido siempre había sido sinónimo de fuerza y aguante. Aquella mañana, sin embargo, se mostraba frágil… como si llevara en los hombros algo más pesado que los libros.

Su objetivo era claro: convencerme de que lo metiera a la prepa antes del examen de admisión y esperarlo después de la salida para sacarlo y evitar así la infame rapada con la que se recibía a los novatos. Titío de Hoyos le había contado que unos días antes yo lo había salvado de las garras de los veteranos y me pidió el favor de hacer lo mismo con el. Porque no era nada más perder el pelo —que ya sabíamos que era inevitable—, sino el momento, el lugar… y sobre todo, la humillación de que chamacos más chicos, pero con fuero de veterano, te trasquilaran sin misericordia frente a todos.

Pero Mando tenía una urgencia adicional: el sábado habría baile en Piedras Negras, y estrenaba novia. ¡Imagínense! Presentarse sin greña frente a ella y la raza… n’hombre, la carrilla sería eterna. Para eso, la pandilla era experta. (Todavía).

Y ahí fue donde se le cruzaron los cables…

En vez de esperarme afuera de la casa de asistencia, fue a plantarse —muy quitado de la pena— en el Tena: ese mítico restaurante/lonchería/cafetería/nevaría/todo-en-uno, justo enfrente de la escuela. 

Error garrafal. 

Cuando los veteranos lo vieron ahí sentado, indefenso y en territorio enemigo, lo esperaron agazapados en los jardines del Ateneo y cuando cruzó la calle se le fueron encima como urracas: en bola, a gritos y echando relajo.

Mando, el grandulón, intentó defenderse. Pero pudo más la cantidad que la calidad… y lo pelaron. Ahí mismo, en los pasillos de los jardines entre la facultad de Leyes y la prepa, a plena luz del día y antre carcajadas, gritos y burlas de todos los que gozaban con ese cruel pero tradicional ritual.

Cuando llegué, la tragedia ya estaba consumada. Mando parecía cabeza de muñeca abandonada… pelón y con cara de reclamo: “¡Te dije que me esperaras afuera de la casa wey, le dije!”. No era el corte, ni los vidrios de botella, ni las tijeras sin filo, ni la oreja lastimada… lo que dolía era ir al famoso baile en el Casino Nacional, con novia nueva y sin un pelo que lo defendiera del choteo.

Y sí, así se fue al baile… y no falló: la carrilla fue monumental.

A Mando “el Gordo” muchos lo conocen. Saben de su nobleza, de su carácter, y de la calidad humana que siempre ha tenido. También de su talento como atleta, antes de aquel accidente en la carretera Saltillo-Monterrey que casi le cuesta la vida. Era un jugadorazo de los Daneses, con futuro prometedor.

Hoy, de vez en cuando lo veo caminar por ahí o tomando café en el McDonald’s de Eagle Pass. Y al verlo, se me vienen encima los recuerdos como avalancha. Aquellos días con la palomilla de la secundaria en Piedras Negras, los años del Ateneo, los amigos, las risas, las rapadas y los bailes. Porque los buenos amigos, no se olvidan nunca. Se quedan, como tatuajes del alma.

Javier Zacarías

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