De todo lo que les he contado sobre mis amigos —esas andanzas, emociones, aventuras, las escuelas, los bailes, el barrio y hasta los nombres completos de alguno de ellos—, hay algo que ha cambiado.
La vida pasa, sí, pero seguimos siendo los mismos. Nos seguimos saludando con afecto, con una sonrisa cómplice, como si los años no se nos notaran… aunque bueno, a algunos ya se nos notan bastante: unos con mucha panza, otros con pocas greñas, algunos con más arrugas que historias, y unos cuantos ya con el título de abuelos bien puesto en el corazón.
Yo tengo la dicha —¡y qué dicha!— de tener un nieto. Y ese chamaco me trae loco, trastornado, emocionado. Verlo crecer es como volver a vivir, pero con los ojos más atentos, el corazón más suave y el alma más risueña. Cada que puedo, comparto con ustedes una foto, una travesura, algún logro de esos que para el mundo pueden parecer pequeños, pero pues para mí son gigantescos y lo comparto con singular alegría.
Muchos de mis amigos también ya son abuelos, algunos hasta con lista de compra para los regalos de Navidad. Aunque hay quienes no son muy expresivos y no suben tantas fotos como yo, sé bien —porque los conozco— que lo disfrutan igualito.
Porque ser abuelo es vivir otra vida. Ya no corregimos, ahora consentimos. Ya no regañamos, ahora celebramos. Los nietos no son nuestros hijos, son algo más travieso y tierno al mismo tiempo. A nosotros ya nos toca lo divertido: jugar, reírnos, dejarlos brincar en la cama, comerse el dulce antes de la comida y darles todo el tiempo y la energía que quieran… y luego entregarlos a sus papás como si nada.
Y si se portan mal, bueno, hasta eso nos da gusto. Porque sabemos que en un rato o a los dos o tres días se irán, y que no se quedarán toda la vida dando lata. Solo vienen a llenarnos la casa o compartir en la suya el ruido y el corazón de alegría.
Es otra relación, distinta, más ligera y más profunda a la vez. En redes sociales leemos frases bonitas sobre los abuelos y los nietos. Que si el amor más puro, que si el vínculo más fuerte… y sí, todo eso es cierto. Pero lo mejor no es lo que se escribe. Lo mejor es lo que se siente.
No me puedo imaginar al más amargoso de mis amigos, al que toda su vida fue refunfuñón y renegón, tirado en el suelo jugando a la lucha libre con su nieto… ¡pero pasa! Porque los nietos tienen ese superpoder de transformarnos. Nos cambian el carácter, nos ablandan, nos hacen reír con cosas que antes nos habrían desesperado.
Y ahí andamos todos, los mismos de antes, si, pero ahora con canas, nietos y una nueva alegría que no sabíamos que nos faltaba… hasta que llegó.
Javier Zacarías
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