31 de julio de 2025

Aquellas pequeñas cosas…


Las canciones de Joan Manuel Serrat me han acompañado desde mis años de estudiante, cuando el mundo parecía nuevo y la vida cabía en una guitarra. Escucharlas era casi un ritual: colocar con cuidado el disco de 33 RPM, dejar caer la aguja y esperar ese primer crujido que anunciaba que algo especial estaba por comenzar. Aquel sonido áspero y cálido de la estática era parte del encanto, como si el tiempo mismo respirara entre canción y canción.

Hoy la tecnología me permite seguir disfrutándolas, limpias y nítidas, pero en el fondo, hay algo en mí que aún extraña ese momento en que uno cruzaba los dedos para que el cassette no se enredara justo en la canción que más nos hacía suspirar.

Y así; entre risas y guitarras, fuimos construyendo la banda sonora de nuestras vidas.

Recuerdo especialmente aquellos viernes en Guadalajara, al terminar clases, cuando las guitarras —o lo que quedaba de ellas— salían a relucir en los viernes sociales. No tardaban en sonar las canciones del maestro Serrat, muchas con versos de Antonio Machado que recitábamos con solemnidad adolescente, como si entendiéramos de la vida más de lo que en realidad sabíamos.

Había discos que se volvían eternos. Mediterráneo, grabado en 1971, es uno de ellos. “La mujer que yo quiero”, “Pueblo blanco”, “Barquito de Papel”, “Aquellas pequeñas cosas”… esas melodías se quedaron tatuadas no solo en la memoria, sino en el alma. Aún hoy, basta que escuche “Aquellas pequeñas cosas” para cerrar los ojos y volver, sin aviso, a aquella casa de estudiantes donde compartíamos sueños, desvelos y canciones.

Los de carreras administrativas salíamos más temprano que los de medicina o ingeniería. Así que cuando ellos llegaban, ya teníamos ocupadas las sillas, la parrilla, la hielera… y por supuesto, las guitarras. Pobres… les tocaba esperar su turno, mientras nosotros llenábamos la tarde de trova, bohemia y poesía con acordes. 

No es que no nos gustaran Cuco Sánchez o José Alfredo —también tenían su momento—, pero lo nuestro era Serrat, Napoleón, Marco Antonio Muñiz, Víctor Iturbe, Sandro, la Rondalla de Saltillo y esos versos que dolían bonito.

Después de lamentarnos por no haber recibido carta de casa —de nuestros padres, de la novia o algún hermano—, la noche se nos iba entre voces y guitarras. Fidel Barrera marcaba el ritmo mientras Jorge Luis Muñoz Viguera declamaba una poesía. Beto García Reyes se apropiaba de “Pueblo Blanco” como si la hubiera escrito él mismo. Adrián Peña entonaba “El Bigote” con su estilo inconfundible. Poncho de León nos alegraba con su “Farolito”, y mi compadre Beto y yo nos aventábamos “Golondrina Presumida” a dos voces, como si fuéramos los originales.

Aun los que no cantaban, ahí estaban. Gaby González murmuraba las letras mientras batallaba con su enorme libro de “farma”; y de vez en cuando cantaba los versos de su preferida “se me acabó la fuerza, de mi mano izquierda”, Cuco Salinas dibujaba y silbaba al ritmo de la noche en su inseparable restirador; Juan Maldonado pedía canciones y se animaba con “El Perro Negro”, aunque no se la supiera completa; y Cuyín Salinas y Kiko de la O discutían las letras como si fueran ensayos de literatura.

Pero el sábado… ¡ah, el sábado! Volvíamos a la realidad: platos por lavar, escoba en mano, basura por sacar, mercado por recorrer. Un orden doméstico que nos forjaba en el silencio de las ausencias, lejos de mamá y papá, cerca de la adultez. En ese vaivén entre la libertad y la responsabilidad, nos hicimos hombres… y tejimos amistades que, con el tiempo, se volvieron familia.

Como dice esa joya que nos sigue apretando el pecho:

“Uno se cree que los mató el tiempo y la ausencia, pero su tren vendió boleto de ida y vuelta…

Son aquellas pequeñas cosas que nos dejó un tiempo de rosas, en un rincón, en un papel o en un cajón…”

Gracias a Dios, muchos de esos amigos siguen caminando conmigo. Y eso, créanme, eso no lo cambia uno por nada.


Javier Zacarías


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