13 de septiembre de 2025

Le Tour de Nava…

Por: Javier Zacarías 


En aquellos años felices y sin frenos, pertenecíamos a un club de ciclismo llamado Club Halcones de Piedras Negras. El alma de ese club era Fidencio, dueño de un taller de bicicletas y motos localizado por la calle Guerrero, entre Galeana y Victoria. Ahí mismito donde hoy uno pasa y todavía se alcanza a oler el aceite quemado de los buenos tiempos.

Mis amigos y yo éramos los más chiquillos del club. Las verdaderas estrellas eran los adultos como Juan Abel Hernández, Checo Gonzalez y Lalo Ramírez entre otros amigos de su rodada, que se paseaban en motocicletas pesadas con manubrios altos, al más puro estilo Rebeldes sin Causa. Nosotros, humildes ciclistas de banana, los veíamos como si fueran los Avengers en dos ruedas.

Fidencio organizaba carreras locales bien ambientadas. Una de las más recordadas era la de la calle López Mateos: desde la Carta Blanca (donde ahora hay un centro comercial) hasta Román Cepeda (donde estaba el restaurante El Mezquite). Se armaba tremendo ambiente. Las aceras llenas de gente, la raza echando porras, y uno ahí, echándole pierna como si fuera Greg LeMond.

Primero corríamos los de las bicis bananas —chiquillos con sueños grandes— y luego venían los mayores, con ciclistas de toda la región midiéndose contra los nuestros.

A pocos días llegó el anuncio: la carrera del año. Nada menos que el Tour de Nava, edición de petatiux. Una competencia histórica en la que, por primera vez, se correría de Piedras Negras hasta Nava por la carretera 57. Los mayores harían la ruta completa de ida y vuelta, y nosotros, los juveniles, hasta la garita del kilómetro 22 y de regreso a la meta frente a la escuela Altamirano.

¡Estábamos emocionadísimos! 

Tanto que entrenábamos todos los días. Dábamos vueltas como trompos en la plaza principal y en las noches, por la López Mateos. Pero nosotros queríamos más. Y a alguien —yo no fui, conste— se le ocurrió la brillante idea de practicar la ruta real: de Piedras Negras al kilómetro 22… ¡por la carretera! ¿Qué podía salir mal?

Sin avisar a nadie, un sábado en la mañana salimos en bola desde casa de Balo Hernández. Le dijimos a nuestros papás que andaríamos jugando basket en el gimnasio municipal (clásico pretexto de los inocentes con planes turbios). No había celulares, así que vivíamos libres de toda vigilancia satelital. ¡Qué tiempos!

El escuadrón lo formábamos: Balo Hernández, La Rana de la Paz, Óscar de los Santos, Víctor Herrera, Homero Hernández y yo. Con nuestras bicicletas bananas y mochilas de esperanza, nos lanzamos carretera abajo. Era un sábado soleado, sin MICAREs, ni termoeléctricas, ni camiones carboneros en el camino. Pedaleábamos felices, con el viento en la cara y sin noción de peligro. Balo, siempre el más fuerte del equipo, pronto se nos despegó.

En las curvas de Río Escondido (cuando aún no existía el paso a desnivel), los camiones de carga y trailers nos pasaban rozándo. La carretera era de un carril, sin acotamiento. Lo más cercano a una orilla era un zacatal a media pierna.

Llegamos a la garita del kilómetro 22… y a punto de regresar, a alguien se le ocurrió la bendita idea (yo no fui que conste) que le diéramos hasta Nava. Nos miramos y, sin decir palabra, cruzamos como bólidos la garita hacia aquella ciudad por el carril contrario. La puerta estaba abierta, ¡y el espíritu aventurero se nos salió del pecho! Ya encarrerados, nos fuimos con risas nerviosas y corazones latiendo como tambora.

Ya en Nava, nos sentamos en un estanquillo a echarnos una semita y una soda. El señor del local, entre divertido y extrañado, nos regaló unos aguacates  de la región, un manjar naveño que comimos con su cáscara y con galletas saladas. ¡digno de ciclistas épicos! Luego nos tiramos a descansar en la plaza, bajo unos álamos que, honestamente, no recuerdo si existían o si los inventó la emoción.

Antes de regresar, nos detuvimos en el letrero de “Bienvenidos a Nava”. Óscar de los Santos sacó un plumón y ahí, como buenos pioneros del grafiti norteño, pusimos nuestros nombres. “Esto es para la posteridad”, dijimos entre risas.

Pero el regreso… ¡ay el regreso! El sol ya no brillaba igual. Las piernas no daban lo mismo. Y para colmo, Homero, el “riquillo” del grupo traía bicicleta nueva de Western Auto, con diez cambios y piñón trasero de cinco estrellas. Aprovechando la tecnología gringa, se lanzó tras Balo, que ya iba por el kilómetro 10. Nosotros aún batallábamos por el rancho de los Ibarra, donde actualmente está la Coca Cola. La amenaza de llegar tarde se cernía sobre nuestras cabezas… y peor aún: la posibilidad real de una cintareada legendaria.

Y justo llegando a la Villa… ¡que diviso el carro de mi mamá!

Con esos hermosos ojos que mezclaban un susto contenido con un coraje disimulado, me bastó con verla para saber que la había regado. No dijo nada más que un calmado pero asesino:

—“N’hombre… n’hombre… ¡qué bárbaro!”

Subimos las bicis a la cajuela de su carro. Yo, con cara de perro regañado, apenas aguantaba la risa de los otros. Nadie decía nada. El silencio en ese carro decía todo. Yo pensaba: Qué bueno que nos recogió… ya venía fundido, pero ni se me ocurrió abrir la boca, so pena a ganarme un zape entre ceja, oreja y madre.

Después supe que el informante fue Chuy López, un trailero que le traia la fruta a mi papá desde Monterrey. Al vernos por la carretera, le llamó muy alarmado desde la garita aduanal a la Frutería. Nuestros papás ya estaban vueltos locos y nosotros desaparecidos.

Cuando llegó mi papá, me echó la mirada #3, esa que decía: “La riegas diamadre”. No me soltó ni una palabra. Pero esa mirada… ¡uff! Me dejó temblando.

¿Y qué creen? Al día siguiente, mi bicicleta banana desapareció misteriosamente. Oficialmente, quedé fuera del Tour bananero de Nava.

No me dolió tanto perderme la carrera… como ver la preocupación en los ojos de mi mamá. Esa sí me pegó más que cualquier regaño.

Nota de la redacción: La bicicleta apareció milagrosamente una vez concluido el evento.

Pero la moraleja quedó grabada: Una aventura bien contada siempre vale el susto… y la regañada.

6 de septiembre de 2025

Caminito de la escuela…

 


Mi hermana Gloria y yo estuvimos en la Escuela Primaria Federal “Prof. Rafael Ramírez”, ubicada sobre la calle Cuauhtémoc, entre Matamoros y Terán, justo frente a la casa del doctor De Luna y a media cuadra de nuestros eternos rivales de la escuela Modelo.

El camino de regreso a casa era mucho más que un simple trayecto: era una costumbre sagrada, una escala obligada —pero siempre cargada de intención— en la casa de mi abuelita, que quedaba rumbo a nuestro hogar, en la calle Terán entre Galeana y Victoria, allá en la parte alta donde hoy el doctor Gabriel González Guajardo renta a Laboratorios Zamarrón. Allí, “Kia” y yo a diario irrumpíamos con entusiasmo en la cocina donde Doña Simonita, quien con ese cariño cálido y desbordante que la distinguía, nos recibía con una sonrisa que nos iluminaba el día. Horneaba sus empanadas de calabaza y decía que eran para todos, pero nosotros sabíamos muy bien que en realidad las hacía pensando en nosotros.


En esa casa había un cotorro en su jaula, acomodado en el balcón que daba a un gran patio con árboles inmensos. Era su compañero de charla y de canto. El condenado pájaro era corajudo y nomás a ella le respondía. Recuerdo como si fuera ayer cuando un día se salió de la jaula y se fue directo a los árboles, emplumado y altanero, gritándole a mi abuela desde lo alto. Ella, con toda la ternura del mundo, le pedía que regresara… y lo hizo, claro, pero solo cuando le dio su regalada gana, después de que mi güelita se desgañitó todo el día llamándolo.


En la azotea, mis tíos habían montado su improvisado gimnasio de box: costal, perillas, guantes de todos tamaños. Un día mi tío Mando —que años más tarde sería mi compadre— me puso los guantes y se dio el lujo de soltarme un madrazo en la boca, uno tan bien puesto que me hizo chillar con un alarido digno de Neymar cuando lo tocan. De dos en dos subió mi abuela las escaleras, abrazando a su “conse”, y le exigió a mi tío: “¡Pon la cara!”. Luego, con tono solemne, me instruyó: “Dale un trancazo m’hijo, y dale bien fuerte”. Después de consumada la venganza, bajó secándose las manos en el delantal, orgullosa del triunfo de su nieto.


¡Cómo añoro esas caminatas diarias con mi hermana! Mochilas cargadas de libros de texto gratuitos y la cabeza aún más llena de sueños. No sabría decir si yo la cuidaba a ella o ella a mí, con esa madurez natural que siempre tuvo. Prefiero pensar que nos cuidábamos mutuamente… como lo seguimos haciendo hasta hoy, aunque la distancia se empeñe en interponerse sin lograr nunca alejarnos del todo.


En esos tiempos, ni pensarlo que nuestros padres nos llevaran en carro a la escuela: eso no se usaba. “¡A caminar, m’hijo! Y abusado porque llevas a tu hermana”, era la orden diaria de mamá, siempre acompañada de su beso tronado, su apapacho, un pellizco en el cachete, el lonche bien envuelto y el “tostón” para el recreo.


Entonces la escuela se iba en dos turnos: mañana y tarde. Nada que ver con ahora, que a las dos ya están de regreso, desparramados frente a la tele o el celular hasta que se les borra el sueño.


Hace unos días pasé por donde estuvo esa vieja escuela y me llovieron los recuerdos como cascada: los compañeros de salón, las travesuras, los gritos en el recreo, y esa alegría limpia que solo la infancia sabe dar.


Corrían los años sesenta, y participar en educación vial era un privilegio. Montados en aquel banco amarillo, con casco y banda cruzada al pecho, nos creíamos verdaderos agentes de tránsito en la esquina de Cuauhtémoc y Terán, controlando el tráfico —ese tráfico pesado de bicicletas, carritos y chavos a pie— para que nuestros compañeros cruzaran seguros a la escuela.


Recuerdo con ternura las cooperativas, a los maestros, al director, los salones con olor a gis y madera vieja… y sobre todo esas caminatas interminables de ida y vuelta con mi hermana, compartiendo sueños, cuentos y empanadas.


Mi infancia… qué feliz y lejana suena ahora. Pero sigue viva dentro de mí: en los amigos que todavía frecuento, en las calles polvorientas de mi barrio querido, en ese sabor a pueblo que jamás me abandona. Momentos mágicos que conservo intactos, como un tesoro de luz en medio de los días.

2 de septiembre de 2025

¡Pampapapá!

Por: Javier Zacarías


 —¡Pampapapáaa! —gritaba el chamaco con las lágrimas hasta el cuello, cuando sus papás regresaban a casa después de haberlo paseado por la ciudad con la esperanza de que se calmara y, al fin, se durmiera un ratito. El grito lo soltaba con toda el alma, y así podía durar horas, hasta que el sueño por fin lo vencía y le daba tregua a la noche.

La pareja, confundida, analizaba letra por letra ese balbuceo infantil, tratando de descifrar el mensaje oculto en ese grito que se volvía parte de la rutina. No sabían qué significaba exactamente… solo que así eran las noches. Benditas, agotadoras, inolvidables.

Después de la jornada de trabajo, el papá llegaba a casa y era recibido con la emoción de quien aguarda una promesa: “a dar la vuelta en la camioneta”. Ese paseo corto —pero inmenso en significado— recorría las calles tranquilas de un Piedras Negras que dormía temprano, con olor a tierra mojada y banquetas recién regadas por las señoras del barrio. 

Las mecedoras salían a las aceras, se encendían las charlas de vecinos y los saludos brotaban de acera a acera como ráfagas de cariño:

—¡Adiooos! —gritaban con alegría los caminantes, los de la bicicleta y hasta los automovilistas que pasaban lentamente.

Todo era paz. Todo era pueblo.

Mientras tanto, la pareja seguía su paseo nocturno por un Piedras Negras de antaño, callado y sereno. No más de una hora duraba “la vuelta”, pero bastaba para llenar el alma de recuerdos y el corazón de barrio.

Pasar por la Pepsi-Cola era uno de esos momentos mágicos. Desde las jardineras de mosaico café que rodeaban el edificio, uno podía mirar los ventanales donde se embotellaba la bebida.

Era hipnótico ver la maquinaria en acción y a los trabajadores vestidos de blanco hacer su labor con destreza y ritmo.

Un poco más adelante, rumbo al centro, estaba el legendario local de “Las Trancas”, la fuente de sodas más famosa del pueblo.

Ahí se reunían los jóvenes a platicar, a presumir prospectos de noviazgo y a vivir su propio ritual social.

Tenía piso de piedra, mesas y sillas de madera como de jardín, y un patio lateral que alguna vez fue un agradable y fresco rincón.

Frente a “Las Trancas” se erguía majestuoso el Cine Terraza Villarreal, con su amplio estacionamiento lateral de ocho lugares —suficientes en aquellos tiempos.

Las paredes acortinadas dejaban pasar el aire y alguna vez se pintaron de colores para dar un toque alegre al lugar.

Tener ese cine en nuestro pueblo era símbolo de progreso.

Piedras Negras estaba creciendo.

—¡Déle pa’ la cuesta de Las Gringas, papá! — pedían los niños con entusiasmo.

En aquellos tiempos, hablar de usted a los padres era símbolo de respeto… hoy dirían que qué “oso”.

Subir esa cuesta era toda una aventura. De bajada, levantábamos los brazos como en montaña rusa.

Nunca supe bien por qué le decían así a esa curva frente a Soriana. Decían mis tíos que unas gringas, luego de “derrapar” por algún nigropetense, también derraparon su carro en esa curva cuando venían del Chago’s.

—¡Se partieron toda la maceta! —contaban, carcajeándose.

Cuando había con qué, el paseo se alargaba hasta llegar al Chacalito, tajaban de tacos con el sabor más memorable de la infancia.

Pintado de verde con logos de Coca-Cola y con un estacionamiento entre tierra y huizaches, era punto de encuentro y antojo.

El Restaurante Olivo era otro de cajón. Enseguida de las ruinas de la antigua Plaza de Toros, ese restaurante fue testigo de muchas comidas en familia y claro; en nuestra juventud, lugar de reunión después de los bailes. Las desveladas eran autorizadas por nuestros padres en esos días.

Sí señor, ahí donde ahora están Salinas y Rocha y donde estuvieron los Cines Gemelos Cavisa, estuvo un día la plaza de toros.

¿Quién lo diría?

Algunas tardes, mi papá nos sorprendía con una escapada a corretear pelotas.

Una vez fuimos al antiguo aeropuerto de Piedras Negras, ubicado junto a donde estaban los terrenos de la Feria del Sol y actualmente Seguridad Municipal.

El hangar era una construcción de lámina…

Pero teníamos aeropuerto.

El pueblo estaba creciendo.

Recuerdo haber correteado una pelota de fútbol hasta dejarla pelona, raspada por el caliche, y después guardarla con cariño en aquellas redes que usábamos para los balones.

Sencillo, pero imborrable.

Y de regreso…

Al bajar la loma de la Villita, por donde estaba el Gas Morales, la camioneta agarraba vuelo.

Al cruzar las vías de ferrocarril a toda velocidad, la caja resonaba como trueno.

Y entonces, el chamaco soltaba su grito triunfal:

—¡Pampapapáaa!

Los papás se volteaban sorprendidos… y soltaron una carcajada tan sincera que se escuchó hasta el Campestre.

¡Claro!

Eso era lo que quería el güerco. Ese brinco, ese ruido de la caja de la camioneta le hacía el viaje emocionante…

Ese momento de emoción que traducía con su grito: ¡Pampapapá!

Tan sencillo era ser feliz.

Tan fácil era vivir en familia.

Cada quien pa’ su santo…

Por: Javier Zacarías 


En nuestro Círculo Social Deportivo Piedras Negras, el dominó no es nomás un juego: es un deporte de alto riesgo… de perder dinero y amigos.

Porque cuando alguien no juega bien, su compañero no se guarda nada: lo surte de regaños como si fuera niño malcriado, y lo hace con esa voz fuerte que se oye en la barra y algunas veces hasta la palapa.

Jugar de compañeros al dominó es una delicia, pero también es un arte. Aquí se juega la honra, el prestigio y hasta la reputación de la colonia donde vives. No basta con tirar la ficha, hay que saber acompañar, sacrificarse, respetar la mano y pensar como pareja. Si fallas, pues ni modo, regularmente pierdes. Pero si además de eso te pones a tirar basura porque estabas más entretenido viendo el marcador de béisbol en la tele, revisando el WhatsApp, chismeando en Facebook o, peor tantito, poniendo mas atención y entrometiéndote en los chismes que se platican en la barra… entonces ya te cargó el payaso.

Ahí es cuando viene el sermón. Y no cualquier sermón, sino de esos que te hacen recordar cuando tu mamá te gritaba desde la puerta: “¡Te estoy hablando, mocoso!”.

Y en medio del silencio de la mesa aparece la voz firme de Juan Maldonado, mi querido roomaid, que sentencia con desprecio:

“¡Cada quien pa’ su santo!”

Con eso basta y sobra. Traducido al lenguaje dominó del Círculo Social: “Eres un compañero inútil, juega tú solo y que Dios te agarre confesado”.

Hay otros “reclamos clásicos” como aquel que decia nuestro socio Jorge Villarreal QEPD y que de muy mal humor por una mala jugada del compañero decia “hacen hablar a un mudo”! Jajajajaja

Lo bueno es que aquí los regaños duran lo que dura una carcajada. Porque después de la queja vienen las risas, los aplausos irónicos, los “¡ándale compadre, riégala otra vez pa’ perder más rápido!” y hasta la promesa de que la revancha se va a jugar con más calma… (aunque todos sabemos que a la segunda cerveza ya nadie se acuerda de la estrategia).

Así es el dominó en nuestro Círculo Social: entre fichas mal tiradas, fuertes golpes  a la mesa, reclamos, gritos, risas y chascarrillos. Un espectáculo donde cada error se cobra con burlas, pero también con cariño. Porque lo cierto es que, al final del día, no se juega por las rayas… se juega por la amistad, por el relajo, y por esas frases inmortales que se quedan retumbando como eco de cantina.

Y la más famosa de todas, la que nunca falta, la que se ha vuelto casi nuestro himno:

“¡Cada quien pa’ su santo!”

Heroes sin aplausos…

Por: Javier Zacarías 


He visto jugadores buenos, malos y peores… igualito que a los ampayers. La diferencia es que a los buenos jugadores se les aplaude, se les carga en hombros, se les invita a las carnes asadas. Pero a los ampayers… a esos ni las gracias les damos.

Parece que hay que esperar a que se nos muera uno para reconocerle algo: una placa, un minuto de silencio, una medalla entregada a la familia que tantas veces lo regañó por “andar perdiendo el tiempo ampayando”.

Dicen que cuando no notas al ampayer durante un juego, es porque hizo bien su trabajo. ¡Y vaya que es cierto! Pero aunque pasen desapercibidos, su labor es fundamental. Sin ellos, simplemente no hay juego. Y como a cualquier pelotero, también les hace falta reconocimiento.

Aquí en Piedras Negras, escasean los buenos ampayers no por falta de pasión, sino porque no hay condiciones: poca paga, cero respaldo y demasiados gritos. Solo los que traen necesidad… o traen el béisbol en la sangre, se animan a entrar al diamante a soportar el sol, el cansancio y, sobre todo, los insultos.

Porque hay que decirlo: abundan los que confunden el beisbol con un desahogo personal. No van a disfrutar el partido, van a gritarle al ampayer, a hacer sentir su frustración. Y ahí están ellos, firmes, soportando como verdaderos guardianes del juego.

Hace tiempo, en la final de veteranos en Eagle Pass, el buen Manito Mallen hizo tremendo trabajo detrás del plato. Claro, recibió reclamos de los dos lados (porque eso nunca falta), pero no influyó en el marcador. Allá la cosa es diferente: hay más disciplina, más respeto y también mejor paga.

En ese mismo juego hubo peloteros que fallaron en momentos clave —un mal tiro, un ponche con casa llena, un fildeo titubeante— y nadie les dijo nada. Al contrario: sus compañeros se acercaron, les dieron palmaditas y hasta abrazos. Pero que no se equivoque el ampayer, porque entonces sí: ¡que se agarre! Le cae encima toda la frustración acumulada entre semana.

Así no se puede.

Si queremos tener buenos ampayers en el softbol y el beisbol local, hay que apoyarlos, darles su lugar y pagarles lo justo. Eso les toca a todos: ligas, directivos, equipos y hasta los que venden las sodas. Porque si los nuevos prospectos ven cómo se les trata, ¿quién va a querer animarse a entrarle al ampayeo?

Hay que dignificar esa figura. Reconocerlos en vida, no sólo en la despedida. Aplaudir su trabajo cuando lo hacen bien, como a Mallen, y también entender que, como cualquier jugador, pueden equivocarse. Porque estar ahí, en el centro del diamante, ¡está canijo!

La próxima vez que un hombre de azul esté al frente de un juego, pónganse en su lugar. No son invisibles: son parte esencial del beisbol. Y aunque no reciban aplausos, merecen respeto.

#PiedrasNegras

#beisbol

#Deporte

28 de agosto de 2025

Degradación Política…

Por: Javier Zacarías 


Lo que vimos ayer en el Senado de la República con Noroña y Alito es la prueba más clara y contundente de la degradación política que hoy vivimos en México. No basta con que sean corruptos, ineptos, comunistas, y que promuevan la impunidad con descaro, como no basta que representen a partidos que durante décadas saquearon y humillaron a nuestro país. No. Encima de todo eso, se permiten el lujo de convertir la máxima tribuna de la nación en un ring de golpes y gritos.

Ambos políticos representan lo peor de la política mexicana. Fíjense bien: lo peor. Y lo más doloroso es que nosotros, los ciudadanos comunes —trabajadores, estudiantes, profesionistas, jubilados— no nos merecemos esto. Pagamos impuestos, cumplimos con la ley, hacemos lo que nos toca, mientras ellos, sin vergüenza ni pudor, pisotean las instituciones y se burlan de la dignidad de México.

No soy miembro de ningún partido, ni seguidor de ningún político. Hablo como un simple ciudadano que desea un país decente. Y desde esa voz sencilla digo: me da vergüenza ver a personajes como estos, que lejos de aportar, sólo manchan más la vida pública.

La llamada Cuarta Transformación ha resultado ser una banda de oportunistas que se enriquecen a costa del pueblo. Y el PRI, con personajes como Alito o el tal Moreira, sigue mostrando esa corrupción descarada que hundió al país por más de 70 años. La realidad es dura: no hay a quién irle. Ni en el Senado, ni en la Cámara, ni en los gobiernos estatales o municipales. Todos parecen cortados por la misma tijera de cinismo y descaro.

Qué decepción. Qué frustración. Qué tristeza ver a México gobernado por esa clase de políticos. México es más grande que ellos, México merece más que ellos. Y ojalá algún día tengamos verdaderos líderes, porque lo de ahora… da pena ajena.

Que se vayan, sí, que se vayan todos a… Chihuahua a un baile! lejos de la política, lejos de un pueblo que ya está cansado de tanta farsa.

Pero también digo esto con fe: la esperanza no está en esos políticos, está en nosotros, en la gente honesta, en las nuevas generaciones que sueñan con un México distinto. Que nunca olvidemos que este país no es de ellos, es nuestro. Y tarde o temprano, serán los ciudadanos quienes escriban la verdadera transformación de México.

23 de agosto de 2025

A esta edad…

A esta edad todavía tenemos la oportunidad de aprender. La vida, con todo y sus pruebas, nos sigue regalando la posibilidad de crecer, de conocer gente nueva, de descubrir tanto las debilidades como las fortalezas de quienes nos rodean, y de ser más conscientes del cuidado que debemos tener con nosotros mismos y con los demás.

Sigo aprendiendo cada día. Y sigo entendiendo que nunca se termina de conocer a las personas ni de comprender sus maneras. Lo que sí he descubierto con claridad es que no debemos ir a donde no nos quieren, ni entregar nuestro tiempo donde no se nos valora. No es sano insistir en estar presentes en lugares, compañías o amistades donde no se aprecia lo que uno hace o lo que uno es.


A esta edad el tiempo es demasiado valioso como para desperdiciarlo en personas u organizaciones que no merecen nuestra energía. Siempre lo supe, lo escuché y lo leí en diferentes momentos de mi vida, pero pocas veces lo apliqué. Uno suele aferrarse a los supuestos amigos, a los compromisos o a los grupos, y en ese afán muchas veces dejamos en el camino a quienes sí nos quieren de verdad.


Con los años también se descubre algo doloroso: la hipocresía de aquellos que en su momento nos llamaron amigos. Mientras todo marchaba bien y no había diferencias, todo lo que uno hacía era correcto y digno de aplauso. Pero basta un desacuerdo, un tropiezo o una opinión distinta, para que esos mismos que sonreían a tu lado comiencen a atacar por la espalda. Esa es la gran herida de la falsa amistad: se alimenta de la conveniencia, no de la sinceridad.


Y también está ese otro tipo de amigos, los que escuchan en silencio todas las críticas y ofensas que hacen de ti, sin defenderte. Esos que callan cuando se debería alzar la voz para poner un alto, y con sus silencios otorgan más poder al chisme o a la ofensa. Esa indiferencia hiere tanto como la traición, porque la verdadera amistad se demuestra en la lealtad, no en la presencia pasiva.


La juventud da la ventaja de equivocarse una y otra vez, y de regresar al camino sin tanta prisa. Pero a esta edad uno debe aprender a reconocer con humildad cuándo no es necesario, cuándo no lo quieren, cuándo no lo valoran. Es una lección dura, pero también liberadora.


Es cierto que con los años se descubren muy pocos amigos verdaderos. Y con tristeza se reconoce que a veces nos aferramos a quienes no nos valoran, mientras los buenos amigos, los que realmente cuentan, los dejamos para después. Y ese después llega tarde o a veces nunca llega.


Pero no todo es decepción. También hay esperanza. Porque a esta edad todavía se puede elegir distinto: se puede elegir la paz en lugar de la discordia, se puede elegir el agradecimiento en lugar de la queja, se puede elegir la compañía de los que nos hacen bien en lugar de los que nos lastiman.


A esta edad ya no hay tiempo para malas caras ni para relaciones desgastantes. El tiempo que nos queda debe ser para disfrutarlo, para vivir con tranquilidad, para construir con serenidad, para escribir nuestra historia con dignidad, para dejar un legado, y sobre todo, para volar hacia los buenos amigos que quizá nos esperaron siempre.


Javier Zacarías 

22 de agosto de 2025

Ando de Remolón…

No han sido pocas las veces que me han dado ganas de empacar unos cuantos tiliches, cerrar la puerta con llave y buscar otro rincón, uno donde empezar de nuevo, donde volver a creer que la vida todavía tiene pausas.

Lo que duele, lo que cala hondo, es ver cómo se nos va deshaciendo el pueblo. Piedras Negras, ese rincón que tanto costó levantar con manos recias y corazones francos, va perdiendo su esencia pedazo a pedazo. Se nos escapan sus raíces,  las costumbres, la tranquilidad, la mirada limpia del vecino. Y lo peor no es eso… lo peor es que, por temor al qué dirán, por miedo a incomodar o quedar mal, nos quedamos callados. Bajamos la cabeza.

Y cuidado… porque en ese silencio cómodo y cobarde, nos estamos perdiendo.

Pero bueno; después de mucho pensarlo y dejar de andar de remolón, termino regresando a mi cueva. Ahí me esperan mis libros, mi pluma, mis recuerdos… y el club. El club con su ambiente de béisbol, de fútbol americano, con sus mesas de dominó y carambola, sus asadores siempre encendidos, y esos buenos amigos que se vuelven abrigo en tiempos de frío y hieleras rebosantes en tiempos de calor. Esos con los que uno puede estar sin decir nada… y sentirse acompañado.

Recuerdo cuando uno podía caminar tomado de la mano de la novia por la avenida Carranza, y llevarla a su casa antes de las diez de la noche… porque así era. Porque así se vivía. Hoy las fiestas apenas se asoman a las once. En aquellos tiempos eso era horario de locos.

Uno se subía al camión urbano y le daba la vuelta completa al pueblo, como si fuera un paseo turístico. O hacíamos el recorrido en carro con los amigos, de la plaza principal al Casino Nacional, saludando a diestra y siniestra, como Adelita en desfile revolucionario a todo el que se cruzara en nuestro camino. Hoy la prisa nos arrastra. Nadie se detiene. Todo urge, todo corre.

Los lugares tenían alma. Íbamos al Olivo, a la Costa Azul, al Moderno, al Picnic, a Las Trancas, al Chacalito, a Los Álamos, al café Zócalo, al México Típico, al Rio Vista, al Don Cruz, Las Rocas, al Buzo, a La Nogalera, al Farolito, al Agua Azul, al Pedregal, al Campestre… con los papás, con los amigos, con la novia. Los meseros conocían a nuestras familias y nos trataban como si estuviéramos en casa. Y si, lo estábamos.

Se nos están yendo las cosas simples, las que de verdad importan. Pero aún creo —quiero creer— que no está todo perdido. Que aún estamos a tiempo de salvar lo que fuimos.

Cómo olvidar aquellas tardes en el Gimnasio Municipal —ese que ahora lleva el nombre del gran Beto Estrada—, cuando ir a ver un partido de basquetbol era un verdadero acontecimiento. Los equipos se armaban con hambre de gloria y los jugadores de casa dejaban la piel en la duela, soñando con ganar el campeonato… y, claro, con impresionar a las muchachas. 


Qué bien jugaban Balín Bustamante, José Orozco, La Boha, Arturo y Héctor Reyes, Kike Gutiérrez, René Rodríguez, Papo Menchaca… y tantos más. Aquellos Pistones de la Refaccionaria Central, el del Seguro Social, el Inglés Especial… ¡qué ambiente tan bonito! Familias enteras, novios, niños con soda en mano… todos reunidos, vibrando con cada canasta.


Y el boxeo… ¡qué tiempos aquellos! Hace más de 50 años, Piedras Negras tenía un ídolo: Gaby Estrada. Talento puro, clase, corazón. Tenía todo para ser campeón nacional, y no exagero. Llenaba el gimnasio —el mismo que hoy lleva el nombre de su tío— y hacía rugir al pueblo con cada golpe. Pero para nosotros era más que un boxeador. Era el amigo del barrio, compañero de cacerías de sapos, de carreras en bici banana, de travesuras con los timbres de las casas… y pitcher estrella del equipo infantil La Voz del Norte. Campeones, claro que sí.

Y por todo eso, por todo lo vivido, por todo lo que aún late en las calles, prefiero quedarme aquí. Porque el alma se alimenta de estas memorias, de este pueblo que, aunque se sacude y se tambalea, se niega a perder del todo su nobleza.

A veces, lo confieso, me dan ganas de irme… pero no me voy. Porque hay cosas que todavía merecen ser defendidas. Porque aún hay canciones que nos recuerdan quiénes fuimos. Porque este rincón del mundo, con todo y sus heridas, sigue siendo casa.


Javier Zacarías 

19 de agosto de 2025

Mando “el Gordo”…


Tempranito y con cuadernos bajo el brazo y la preocupación marcada en la cara llegó a la casa de asistencia donde Gaby González, Chuy Risoul, Polaco y yo vivíamos a unas cuadras del Ateneo Fuente. Se notaba nervioso, se le veía en los ojos, aunque su cuerpo grande y fornido siempre había sido sinónimo de fuerza y aguante. Aquella mañana, sin embargo, se mostraba frágil… como si llevara en los hombros algo más pesado que los libros.

Su objetivo era claro: convencerme de que lo metiera a la prepa antes del examen de admisión y esperarlo después de la salida para sacarlo y evitar así la infame rapada con la que se recibía a los novatos. Titío de Hoyos le había contado que unos días antes yo lo había salvado de las garras de los veteranos y me pidió el favor de hacer lo mismo con el. Porque no era nada más perder el pelo —que ya sabíamos que era inevitable—, sino el momento, el lugar… y sobre todo, la humillación de que chamacos más chicos, pero con fuero de veterano, te trasquilaran sin misericordia frente a todos.

Pero Mando tenía una urgencia adicional: el sábado habría baile en Piedras Negras, y estrenaba novia. ¡Imagínense! Presentarse sin greña frente a ella y la raza… n’hombre, la carrilla sería eterna. Para eso, la pandilla era experta. (Todavía).

Y ahí fue donde se le cruzaron los cables…

En vez de esperarme afuera de la casa de asistencia, fue a plantarse —muy quitado de la pena— en el Tena: ese mítico restaurante/lonchería/cafetería/nevaría/todo-en-uno, justo enfrente de la escuela. 

Error garrafal. 

Cuando los veteranos lo vieron ahí sentado, indefenso y en territorio enemigo, lo esperaron agazapados en los jardines del Ateneo y cuando cruzó la calle se le fueron encima como urracas: en bola, a gritos y echando relajo.

Mando, el grandulón, intentó defenderse. Pero pudo más la cantidad que la calidad… y lo pelaron. Ahí mismo, en los pasillos de los jardines entre la facultad de Leyes y la prepa, a plena luz del día y antre carcajadas, gritos y burlas de todos los que gozaban con ese cruel pero tradicional ritual.

Cuando llegué, la tragedia ya estaba consumada. Mando parecía cabeza de muñeca abandonada… pelón y con cara de reclamo: “¡Te dije que me esperaras afuera de la casa wey, le dije!”. No era el corte, ni los vidrios de botella, ni las tijeras sin filo, ni la oreja lastimada… lo que dolía era ir al famoso baile en el Casino Nacional, con novia nueva y sin un pelo que lo defendiera del choteo.

Y sí, así se fue al baile… y no falló: la carrilla fue monumental.

A Mando “el Gordo” muchos lo conocen. Saben de su nobleza, de su carácter, y de la calidad humana que siempre ha tenido. También de su talento como atleta, antes de aquel accidente en la carretera Saltillo-Monterrey que casi le cuesta la vida. Era un jugadorazo de los Daneses, con futuro prometedor.

Hoy, de vez en cuando lo veo caminar por ahí o tomando café en el McDonald’s de Eagle Pass. Y al verlo, se me vienen encima los recuerdos como avalancha. Aquellos días con la palomilla de la secundaria en Piedras Negras, los años del Ateneo, los amigos, las risas, las rapadas y los bailes. Porque los buenos amigos, no se olvidan nunca. Se quedan, como tatuajes del alma.

Javier Zacarías

15 de agosto de 2025

La Mañanera…

 


No se trata solo del tal Efraín, el tendencioso periodista que ha incomodado a tres administraciones seguidas por no aceptar sus condiciones de entrar en convenios de publicidad —“entre comillas” con ninguno de ellos—. 

Ahora ya es un grupo considerable de personas que se creen reporteros quienes, al ver que al alcalde Carlos Jacobo Rodríguez le gana el carácter, están listos para lanzarle preguntas incómodas con el único objetivo de hacerlo perder los estribos.


Las famosas “mañaneras” no han salido en ningún caso como el gobierno de la 4T hubiera querido, ni cuando estaba López Obrador, ni ahora con Claudia Sheinbaum, ni mucho menos con los alcaldes y gobernadores de Morena que intentan imitarlas. Siempre habrá preguntas incómodas, y en el caso de Piedras Negras, cada vez que el alcalde pierde la calma, la prensa lo aprovecha para hacer nota. Y como a mucha gente en redes le encantan esos “chismes políticos”, el alcance y el ruido, son inmediatos.


El último episodio, que ya circula como parodia nacional, ocurrió cuando una pseudo-reportera —con todo menos el perfil de periodista— le preguntó si estaría dispuesto a hacerse un antidoping. Bastaba un “sí, claro, por transparencia y para dar confianza a la ciudadanía” para cerrar el tema con elegancia. Pero no. El alcalde entró en una discusión sin sentido, dándole protagonismo a quien claramente buscaba provocarlo. Resultado: críticas en medios nacionales y otro golpe a su imagen.


Todos los alcaldes y funcionarios de México deberían estar preparados para preguntas incómodas. La prensa es cada vez más incisiva, irreverente y, lamentablemente, en muchos casos, corrupta. Y sí: Carlos Jacobo Rodríguez ha hecho un papel aceptable en siete meses y medio, pero su carácter sigue siendo su talón de Aquiles. Ha tenido roces internos, como el despido de su secretario de gobierno y del médico oficial, así como conflictos con el gerente de SIMAS y hasta con un diputado de coalición con su gobierno. Esto le ha ganado enemigos que no desperdician oportunidad para atacarlo, ya sea en las mañaneras o en las sesiones de cabildo, que a veces parecen más un circo mediático que un órgano de trabajo.


A Carlos Jacobo le restan dos años y cuatro meses de gestión. Si no corrige su carácter y ajusta prioridades, seguirá desgastándose y perdiendo terreno. Hay promesas de campaña que aún no se han cumplido: bacheo, arroyos, nivelación de registros de drenaje, limpieza de la ciudad como la que se tenía en la administración de Claudio Bres… Piedras Negras necesita resultados, no espectáculos.


Las mañaneras, que varios de sus cercanos ya le han sugerido cancelar o modificar, consumen tiempo y energía no solo de él, sino de todo su gabinete. Prepararlas a diario implica un esfuerzo logístico que desvía recursos humanos y atención de lo que realmente importa: trabajar en los proyectos que la ciudad espera. Además, se han convertido en “comida gratis” para reporteros inconformes que saben cómo provocar al alcalde.


Carlos Jacobo es un muchacho de buena familia, con intenciones genuinas de hacer cosas positivas por Piedras Negras y de construir un futuro político. Pero parece que no escucha consejos, o los escucha y no los aplica. Su problema no es la falta de voluntad, sino la forma en que enfrenta la crítica. Si de verdad quiere dejar huella y ser recordado como un buen alcalde, debe aprender a manejar la prensa con inteligencia, enfocar su tiempo en lo prometido y entender que, en política, a veces el silencio y la estrategia valen más que una confrontación pública.


Javier Zacarías 

14 de agosto de 2025

Las Vacaciones…


Cuando teníamos entre 10 y 12 años, mis hermanos y yo esperábamos con ansias las vacaciones… no por playas exóticas ni por cruceros con barra libre, sino porque venían al pueblo los familiares. 

Así como lo oyen: la emoción de la temporada era ver llegar a los tíos y primos de fuera, que como buenos migrantes de Piedras Negras —porque esta ciudad exporta gente buena, honesta, honrada y trabajadora, aunque a veces parezca que se queda sin stock— regresaban al terruño con ganas de convivir, recordar y echar relajo en familia.

La casa de mi abuelita Conchita se convertía en el punto de reunión: niños en la calle, adultos en las mecedoras, y todos, de una u otra forma, compartiendo vacaciones sin necesidad de reservaciones ni itinerarios. Fíjense que a esa edad francamente no me hizo tanta falta ir a la playa, porque el verdadero oleaje era el de primos corriendo por la banqueta y las carcajadas que resonaban entre vecinos.

Pero, como todo en la vida: los tiempos cambian… y el pueblo también.

Hoy las vacaciones son competencia. 

Una especie de Olimpiada social donde ya no gana quien más disfruta, sino quien más gasta. Así como en las bodas o los bailes de debutantes, donde lo que importa no es el amor ni el vals, sino el chef, el grupo musical, el salón con más columnas romanas por metro cuadrado y si el Obispo ofició la misa (o al menos si mandó saludos por WhatsApp). 

Eso sí, la mitad de la familia queda fuera con la excusa de los “compromisos”, que curiosamente nunca vuelven a aparecer ni en fiestas, ni en fotos… ni en Navidad.

Ahora, si no te fuiste a las Europas, tus vacaciones valen lo mismo que una tanda sin aguinaldo. No falta quien, apenas terminas de contar tus aventuras por Saltillo, Isla del Pobre o San Antonio, te las tapa con su safari en Sudáfrica o su tour espiritual por el sudeste asiático… aunque no sepa si Camboya es un país o una ensalada. 

Porque sí: mucho viaje, poco conocimiento. Sería ideal que antes de lanzarse a conquistar el mundo, al menos leyeran un poquito sobre la historia, la cultura y por qué no, dónde queda cada país al que van a posar para Instagram.

Y bueno, ya se acabaron las vacaciones otra vez. Y la verdad es que las opciones para los chamacos en Piedras Negras fueron pocas… o nulas.

Los niños terminaron desparramados en el sillón como trapo mojado, jugando videojuegos o viendo TikToks hasta que se les acababan los datos o el sentido común. Y todo porque no se promovieron actividades como torneos de fútbol, natación, dibujo, guitarra, ajedrez o al menos algo que los hubiera sacado de la casa y no estorbaran por donde pasaba el trapeador.

Las empresas también debieron haberse puesto las pilas. ¿Qué les costaba organizar cursos o actividades para los hijos de los empleados mientras los papás —esos que no tienen ni para pensar en vacaciones— seguían trabajando? Al menos así los niños no hubieran estado pegados al WiFi ni haciendo de la cocina un campo de batalla mientras la verdadera jefa del hogar —sí, esa que no tiene cargo gerencial pero carga con todo— intentaba mantener la casa en orden.

Porque, siendo realistas, no todo mundo puede vacacionar. Y si no se puede ir a París, al menos que el niño vaya a clases de guitarra y la mamá respire tres horas al día. ¿No sería eso, en el fondo, una vacación compartida?


Javier Zacarías 

11 de agosto de 2025

La Roma…


Desde la escalera que llevaba a la azotea, me lanzaba sin pensarlo dos veces contra Chavo, mi hermano. Él era mi blanco, mi “tope volador”. Si no me cachaba, acababa estampado en el piso, y con lo flaco que estaba… ya se imaginarán. Yo era “peso zancudo” y él, “peso completo”. Así que cuando caía sobre él desde nuestra imaginaria “última cuerda”, apenas y se movía. Él era Blue Demon. Yo, por supuesto, ¡El Santo! ¿Quién más?

Nuestras capas eran esas toallas de baño amarradas al cuello con orquillas de tendedero, ondeando gloriosas mientras corríamos desde el patio de la casa, hasta la calle. Nos sentíamos invencibles, invencibles y veloces, como si el mundo entero nos estuviera viendo. ¡Qué tiempos! No teníamos otro sueño más grande que jugar, correr, brincar y volver a empezar.


Nuestra hermana Kia (Gloria) nos miraba con ojos grandes y ganas de entrarle a los juegos “de hombres”. Pero como era “niña” —y según nosotros, demasiado seria—, tenía prohibido participar… hasta que sus súplicas lograban ablandarnos. Entonces la dejábamos unirse a nuestras aventuras del Lejano Oeste. Se ponía un sombrero floreado, una estrella de sheriff en el pecho y sus pistolitas al cinto. Nosotros, claro, éramos los bandidos. Y como buenos bandidos, debíamos eliminarla rápido para seguir con nuestros planes. Su papel lo cumplía con tanta entrega que, cuando tocaba “caer”, siempre había llanto, acusaciones y reclamos… hasta que llegaba el Marshall (papá) a poner orden.


Una vez, el Chavo —muy en su personaje— le gritó “¡manos arriba!” y sin querer le soltó un pistolazo con su revolver de plástico. Le dio directo en el diente recién salido. ¡Crack! Le quedó una muesca eterna. Desde entonces lo bautizamos como “el diente del pistolazo”, y hasta la fecha mi hermana lo presume… (nomás cuando se ríe).


Esperábamos con ansias las lluvias para que el arroyito se llenara de agua lodosa y lanzarnos de lleno en ella. Por las tardes, nos dedicábamos a cazar sapos con la misma emoción con la que otros buscaban tesoros. Aquel “arroyito”, que ahora es la calle Periodistas, era nuestro río Bravo, nuestro Amazonas, antes de que la civilización viniera a emparejarlo todo con cemento.


Nuestra zona de aventuras era sagrada: entre la López Mateos y la Jalisco. Más allá de esas calles, comenzaban los territorios enemigos. Nosotros éramos los de la Roma: los Estrada (Gaby, el Güero, el Chino), Pancho, Roberto y Vico Gutiérrez, Mario y Fello Fernández, Chavo, Kia y yo. Cruzábamos los puentecitos de ladrillo como si fueran portales mágicos, y desde ahí nos tirábamos al agua como héroes sin miedo.


¿Pleitos? Muy pocos. No estaban de moda. Nos criaron con respeto, con la idea de que la amistad es cosa seria. Esa disciplina la aprendimos a las buenas… y a veces también a las malas.


A la hora de la siesta, mamá nos obligaba a dormir. Cinto en mano, no había negociación. Su descanso era sagrado, después del trajín en el negocio con papá. Y cuando por fin se quedaba dormida, apenas veíamos que cerraba los ojos, le quitábamos con sigilo el cinto, lo escondíamos y salíamos disparados a la calle. Nos esperaban los amigos, el béisbol en la cuadra, los guantes de box en casa de Don Beto Estrada, las cascaritas en los campos de la López Mateos, los carritos en el patio de la tía Martina… o simplemente la plática, para construir castillos en el aire.


Yo tenía un sueño: un tractor de verdad. Frente a donde hoy está la Clínica de Especialistas, había una agencia de equipos de agricultura International. En el aparador tenían un tractor rojo, enorme, perfecto. Una tarde, papá habló con el encargado y le pidió que me dejara subirme. Cuando estuve ahí sentado, con las manitas en ese volante gigante y las llantas traseras tan altas como mi mundo, supe lo que era la felicidad. 


Nunca lo he olvidado.


La nostalgia de aquellos años, de la familia, de los amigos, de la colonia… es como una película que nunca deja de rodar en mi mente. Cuando la vida nos junta de nuevo, aunque sea por unas horas, todo regresa: las calles, los juegos, las risas, las travesuras.


Y sí… seguimos haciendo castillos en el aire. Porque nos enseñaron a soñar, y eso —gracias a Dios— nunca se nos ha quitado.


Javier Zacarías 

8 de agosto de 2025

El Regalo…


Hoy, 8 de agosto, cumpliría años mi papá. Y como suele pasar cuando llega esta fecha, los recuerdos me caen encima en cascada: lo mucho que disfrutaba celebrar en familia, su manera de sonreír con los ojos, y, sobre todo, uno de esos cumpleaños que se quedaron para siempre conmigo.

Mi hermano Chavo y yo decidimos festejarlo como a él le gustaba: con una comida familiar en el inigualable restaurante Moderno, ese lugar que algunas veces fue testigo de nuestras sobremesas largas y nuestras risas sin prisa.

Era una de esas tardes de canícula norteña, de calor pegajoso, pero de ese que no incomoda, porque trae consigo el recuerdo de los abrazos sudorosos y los apapachos de sus nietos a Don Chano. Todo estaba en su lugar: la comida deliciosa, los refrescos bien fríos, las carcajadas que brotaban sin esfuerzo, y los recuerdos que se colaban, suaves y discretos, entre anécdotas y abrazos.

Mi papá, que por entonces estaba por cumplir 80 años, se veía entero. Con esa energía suya que parecía inagotable. Y para nosotros, verlo así, rodeado de su gente, ya era el mejor de los regalos.

Llegó el momento de abrir los presentes.

Los recibió como siempre, con esa sonrisa suya pintada con cariño: camisas, lociones, chalecos… detalles elegidos con amor por sus nietos, sus nueras, sus hijos. Pero de pronto, me miró directamente, con seriedad.

—¿Y tú qué me regalaste?

Me tomó por sorpresa. Mi papá nunca había sido de fijarse en quién traía qué. Titubeé:

—Pues… Sarita le trajo el chaleco que le gustó, y pues las niñas la loción, papá… eso va de parte de todos nosotros.

Entonces me tomó del brazo con ternura, y con esa sonrisa pícara que siempre lo acompañaba, me dijo:

—No te creas, no te creas… pero quiero que tú me regales algo. ¿Cómo ves?

—¡Claro, papá! —le respondí sin pensarlo—. Lo que usted quiera.

—Quiero que me regales tiempo. Vamos a Las Vegas. Yo pago el hotel… tú los vuelos. Pero eso sí… ¡solos!

Les juro que me agarró con la guardia baja. Vi las miradas de todos en la mesa, pero supe sobreponerme y de inmediato acepté la propuesta. Era su cumpleaños. Era su deseo. Era su regalo.

Preparamos el viaje. Él arreglando sus pendientes con su cómplice para ausentarse cuatro noches —mi mamá de aliada—, y yo sacando permisos en la oficina… y en la casa. No fue fácil, pero se logró.

Salimos en carretera rumbo a San Antonio, desde donde tomaríamos el vuelo a Las Vegas. Y ya desde ese primer tramo, supe que estábamos viviendo algo especial. Lo que ocurrió allá no cabe en ninguna caja ni álbum de fotos. Fue un regalo que se atesora en el alma.

Platicamos como nunca, nos reímos de todo, me contó historias que no conocía, y yo le conté las mías. Lo escuché con atención, y él me escuchó con ese gusto que sólo los padres tienen cuando sus hijos ya son hombres. Dormíamos cuando nos daba sueño, despertábamos sin prisas. Comíamos donde a él se le antojaba, y le encantaba invitarme. Pagaba los tragos con orgullo, feliz de estar conmigo, su hijo mayor, en esos espectaculares bares de Las Vegas.

Él disfrutando de sus maquinitas —y ganando, porque regresó con más de lo que se llevó—, y yo en los Sports Books, perdiendo, pero gozando de los deportes y las carreras de caballos, que aún me encantan. Pero siempre cerca. Siempre pendientes uno del otro.

Y al regresar, ya en la carretera de vuelta a Piedras Negras, me dijo con voz tranquila:

—Estoy muy contento. Este viaje lo habíamos planeado tu mamá y yo desde hace tiempo… sólo esperábamos el momento justo para pedírtelo.

Y sí… fue el momento justo.

Hoy que mi papá ya no está con nosotros, ese viaje se ha vuelto uno de los recuerdos más hermosos que guardo. Y sé, con certeza, que también lo fue para él.

No fue el único viaje que hicimos juntos: fuimos a ver al Toro Valenzuela cuando estaba en su apogeo, en un tour beisbolero a Houston; fuimos en familia a ver a los Astros contra mis Red Sox; hicimos paseos con amigos, con mi señora, con nuestras hijas… pero solos, él y yo, nunca antes.

Y créanme: ese pequeño detalle hace toda la diferencia.

Si tienen la oportunidad de regalarle tiempo a su papá, háganlo. El tiempo compartido con él no se compra ni se envuelve… pero se vuelve eterno.


Javier Zacarías