3 de agosto de 2025

Los Nietos…

 

De todo lo que les he contado sobre mis amigos —esas andanzas, emociones, aventuras, las escuelas, los bailes, el barrio y hasta los nombres completos de alguno de ellos—, hay algo que ha cambiado. 

La vida pasa, sí, pero seguimos siendo los mismos. Nos seguimos saludando con afecto, con una sonrisa cómplice, como si los años no se nos notaran… aunque bueno, a algunos ya se nos notan bastante: unos con mucha panza, otros con pocas greñas, algunos con más arrugas que historias, y unos cuantos ya con el título de abuelos bien puesto en el corazón.

Yo tengo la dicha —¡y qué dicha!— de tener un nieto. Y ese chamaco me trae loco, trastornado, emocionado. Verlo crecer es como volver a vivir, pero con los ojos más atentos, el corazón más suave y el alma más risueña. Cada que puedo, comparto con ustedes una foto, una travesura, algún logro de esos que para el mundo pueden parecer pequeños, pero pues para mí son gigantescos y lo comparto con singular alegría.

Muchos de mis amigos también ya son abuelos, algunos hasta con lista de compra para los regalos de Navidad. Aunque hay quienes no son muy expresivos y no suben tantas fotos como yo, sé bien —porque los conozco— que lo disfrutan igualito. 

Porque ser abuelo es vivir otra vida. Ya no corregimos, ahora consentimos. Ya no regañamos, ahora celebramos. Los nietos no son nuestros hijos, son algo más travieso y tierno al mismo tiempo. A nosotros ya nos toca lo divertido: jugar, reírnos, dejarlos brincar en la cama, comerse el dulce antes de la comida y darles todo el tiempo y la energía que quieran… y luego entregarlos a sus papás como si nada.

Y si se portan mal, bueno, hasta eso nos da gusto. Porque sabemos que en un rato o a los dos o tres días se irán, y que no se quedarán toda la vida dando lata. Solo vienen a llenarnos la casa o compartir en la suya el ruido y el corazón de alegría.

Es otra relación, distinta, más ligera y más profunda a la vez. En redes sociales leemos frases bonitas sobre los abuelos y los nietos. Que si el amor más puro, que si el vínculo más fuerte… y sí, todo eso es cierto. Pero lo mejor no es lo que se escribe. Lo mejor es lo que se siente.

No me puedo imaginar al más amargoso de mis amigos, al que toda su vida fue refunfuñón y renegón, tirado en el suelo jugando a la lucha libre con su nieto… ¡pero pasa! Porque los nietos tienen ese superpoder de transformarnos. Nos cambian el carácter, nos ablandan, nos hacen reír con cosas que antes nos habrían desesperado.

Y ahí andamos todos, los mismos de antes, si, pero ahora con canas, nietos y una nueva alegría que no sabíamos que nos faltaba… hasta que llegó.

Javier Zacarías 


31 de julio de 2025

Aquellas pequeñas cosas…


Las canciones de Joan Manuel Serrat me han acompañado desde mis años de estudiante, cuando el mundo parecía nuevo y la vida cabía en una guitarra. Escucharlas era casi un ritual: colocar con cuidado el disco de 33 RPM, dejar caer la aguja y esperar ese primer crujido que anunciaba que algo especial estaba por comenzar. Aquel sonido áspero y cálido de la estática era parte del encanto, como si el tiempo mismo respirara entre canción y canción.

Hoy la tecnología me permite seguir disfrutándolas, limpias y nítidas, pero en el fondo, hay algo en mí que aún extraña ese momento en que uno cruzaba los dedos para que el cassette no se enredara justo en la canción que más nos hacía suspirar.

Y así; entre risas y guitarras, fuimos construyendo la banda sonora de nuestras vidas.

Recuerdo especialmente aquellos viernes en Guadalajara, al terminar clases, cuando las guitarras —o lo que quedaba de ellas— salían a relucir en los viernes sociales. No tardaban en sonar las canciones del maestro Serrat, muchas con versos de Antonio Machado que recitábamos con solemnidad adolescente, como si entendiéramos de la vida más de lo que en realidad sabíamos.

Había discos que se volvían eternos. Mediterráneo, grabado en 1971, es uno de ellos. “La mujer que yo quiero”, “Pueblo blanco”, “Barquito de Papel”, “Aquellas pequeñas cosas”… esas melodías se quedaron tatuadas no solo en la memoria, sino en el alma. Aún hoy, basta que escuche “Aquellas pequeñas cosas” para cerrar los ojos y volver, sin aviso, a aquella casa de estudiantes donde compartíamos sueños, desvelos y canciones.

Los de carreras administrativas salíamos más temprano que los de medicina o ingeniería. Así que cuando ellos llegaban, ya teníamos ocupadas las sillas, la parrilla, la hielera… y por supuesto, las guitarras. Pobres… les tocaba esperar su turno, mientras nosotros llenábamos la tarde de trova, bohemia y poesía con acordes. 

No es que no nos gustaran Cuco Sánchez o José Alfredo —también tenían su momento—, pero lo nuestro era Serrat, Napoleón, Marco Antonio Muñiz, Víctor Iturbe, Sandro, la Rondalla de Saltillo y esos versos que dolían bonito.

Después de lamentarnos por no haber recibido carta de casa —de nuestros padres, de la novia o algún hermano—, la noche se nos iba entre voces y guitarras. Fidel Barrera marcaba el ritmo mientras Jorge Luis Muñoz Viguera declamaba una poesía. Beto García Reyes se apropiaba de “Pueblo Blanco” como si la hubiera escrito él mismo. Adrián Peña entonaba “El Bigote” con su estilo inconfundible. Poncho de León nos alegraba con su “Farolito”, y mi compadre Beto y yo nos aventábamos “Golondrina Presumida” a dos voces, como si fuéramos los originales.

Aun los que no cantaban, ahí estaban. Gaby González murmuraba las letras mientras batallaba con su enorme libro de “farma”; y de vez en cuando cantaba los versos de su preferida “se me acabó la fuerza, de mi mano izquierda”, Cuco Salinas dibujaba y silbaba al ritmo de la noche en su inseparable restirador; Juan Maldonado pedía canciones y se animaba con “El Perro Negro”, aunque no se la supiera completa; y Cuyín Salinas y Kiko de la O discutían las letras como si fueran ensayos de literatura.

Pero el sábado… ¡ah, el sábado! Volvíamos a la realidad: platos por lavar, escoba en mano, basura por sacar, mercado por recorrer. Un orden doméstico que nos forjaba en el silencio de las ausencias, lejos de mamá y papá, cerca de la adultez. En ese vaivén entre la libertad y la responsabilidad, nos hicimos hombres… y tejimos amistades que, con el tiempo, se volvieron familia.

Como dice esa joya que nos sigue apretando el pecho:

“Uno se cree que los mató el tiempo y la ausencia, pero su tren vendió boleto de ida y vuelta…

Son aquellas pequeñas cosas que nos dejó un tiempo de rosas, en un rincón, en un papel o en un cajón…”

Gracias a Dios, muchos de esos amigos siguen caminando conmigo. Y eso, créanme, eso no lo cambia uno por nada.


Javier Zacarías


28 de julio de 2025

Las Pantuflas…

Ahora nos reímos como si nada, pero en su momento fue una de esas vergüenzas familiares que hacen historia. 

Déjenme les cuento una de cuando mi hija —la mayor— andaba en plena adolescencia y era fan de ir a las fiestas del Casino Nacional y puntos circunvecinos: que si unos XV años, que si una boda, o cualquier fiesta de los de aquella época, donde se juntaban sus amigos bien peinaditos y bien perfumados. Esta vez, fue en un baile de debutantes.

La regla estaba clara y firmada casi con sangre: yo pasaba por ella a la UNA de la mañana, ni un minuto más, ni un minuto menos. Y no crean que era una regla al aire, ¡no! Era acuerdo mutuo, con recordatorios toda la semana. Pues bueno, como papá cumplidor que soy, ahí me tenían estacionado afuera del evento desde las 12:55 en punto, camioneta encendida, café en mano y la esperanza de que esa noche saliera a tiempo.

Pero no… pasaban 15, 20, 30 minutos, y nada que salía. Hasta que por fin, quitada de la pena, aparecía con sus amigas y amigos, como si yo fuera Uber. Se subía muy campante y en el camino de regreso le daba yo el mismo sermón de siempre:

—“Oye, yo tengo compromisos al otro día m’hija… no es justo que me tengas aquí esperando, si dijiste a la una, pues a la una”.

Y ella, con su cara de “sí papá, ya sé”, me contestaba lo mismo cada vez:

—“Sí papá, te lo prometo, la próxima sí salgo a tiempo”.

Y claro que no.

La siguiente fiesta, la misma historia. Puntualito como reloj suizo, ahí estaba yo otra vez. Y otra vez, esperas eternas y excusas bonitas.

Hasta que dije: “¡Se acabó! Esta niña va a aprender aunque sea por las malas… o por la pena ajena”.

Así que la próxima vez que la fui a dejar, acordamos —otra vez— que pasaría por ella a la una. Pero esta vez cambié la estrategia:

me fui a recogerla en pijama, despeinado, y con unas pantuflas de perro escandalosas… esas mismas que ella me había regalado el Día del Padre, según para que me viera “cute” en casa. ¡Ajá! Pues ahora venía la venganza.

Llegué a la mera una en punto, me bajé de la camioneta, crucé la calle como todo un modelo de pasarela… en pijama y con mis pantuflitas perrunas bien puestas. Entré directo al Casino. ¡Se armó!

Uno de sus amigos —que no voy a decir su nombre, pero ustedes lo conocen muy bien— corrió desesperado hacia ella:

—“¡Jessi, tu papá viene entrando… en PANTUFLAS!”

Y no pasaron ni cinco segundos cuando la veo salir hecha un rayo, roja como jitomate y con ojos de “¡me quiero morir!”.

—“¡Papá! ¡Qué oso! ¡Vámonos ya, por favor!”

Y nos fuimos, sí… pero esa noche no dijo una sola palabra. Iba llorando de pura vergüenza, mientras yo manejaba con mi pijama feliz y mis pantuflas bailando.

Y ahora, años después, esa anécdota se cuenta con risas cada vez que hay reunión familiar.

¡Pero eso sí! Nunca más volvió a fallar con la hora. Ni un minuto después.


Javier Zacarias

#PiedrasNegras

#Familia 

Compañeros de escuela…

 


Desde los días inquietos de la secundaria, uno de mis grandes amigos ha sido el médico Leopoldo Fernández Rico. Aunque él lo niegue con toda la seriedad del mundo, durante aquellos años de nuestra muy cercana juventud —años traviesos e inolvidables— él y sus hermanos, entre otros compañeros de salon, fueron el verdadero azote de la profesora María Figueroa, del temido “Máximo” y de más de una maestra en el querido Instituto Doctor Andrés Osuna, nuestro entrañable IDAO.

Como cualquier adolescente en plena efervescencia, vivimos ahí algunos de los años más memorables de nuestras vidas. En esa escuela —que hace apenas unos años eran ya ruinas tristes de lo que fue un edificio lleno de risas, gritos y sueños adolescentes— reímos, nos equivocamos y aprendimos a vivir. Hoy, sus paredes están  transformadas en un Oxxo y oficinas y aunque el tiempo le pase por encima, en nuestra memoria seguirá siendo ese lugar mágico donde fuimos jóvenes y libres.

Recuerdo que me rehusaba con todas mis fuerzas a que mis padres me inscribieran en el Osuna. No quería separarme de mis amigos de la Escuela Primaria Federal Profesor Rafael Ramírez, ubicada en la calle Cuauhtémoc, frente a la casa del Dr. de Luna. Esa escuela hoy, tristemente demolida, se había convertido en una vecindad sin gracia. La mayoría de mis amigos —Luis Alfonso Ramos Pérez, Javier Torres Pérez, José de Jesús Salinas, Roberto Guajardo Ramón, Diego Rivera Urdiales, Mario y Kike Benavides, De la Paz, Osvaldo Ballesteros, Juan Aguilar, entre otros— seguirían su camino en la popular Secundaria del maestro Fausto Z. Martínez.

Yo soñaba con estudiar donde habían estado mis tíos: en esa misma escuela, en esos salones con sótano y ventanas hacia la calle, jugar básquet en la cancha de la esquina de Guerrero y Xicoténcatl, platicar con los amigos en las medias bardas de Rayón y Padre de las Casas y formar parte de la rondalla. 

Pero en aquellos tiempos, cuando los papás decidían algo… se hacía a fuerza. Lloraras, patalearas o rezongaras, no había vuelta atrás. Mis padres decidieron que mi hermana Gloria y yo debíamos estudiar juntos en el IDAO. Y así, sin mucha opción, terminé uniformado con aquellos pantalones de mezclilla apretados y la camisa blanca que era casi una armadura.

Y hoy puedo decirlo con el corazón en la mano: fue la mejor decisión que mis padres pudieron haber tomado.

Hace años, en una reunión con amigos y compañeros de trabajo, tuve la oportunidad de reencontrarme con Polo. Bastaron unos minutos para que comenzaran a brotar las anécdotas como manantial en plena lluvia. Nos reíamos como dos chamacos, recordando historias espectaculares de esa época, donde —¿quién lo duda?— los protagonistas siempre fueron Polo y sus hermanos… Yo, por supuesto, me declaro completamente inocente.

Barajábamos nombres de compañeros, profesores, aventuras. Los recuerdos surgían como si nunca se hubieran ido. La comida de la fiesta quedó olvidada por un buen rato, lo mismo que las bebidas, porque la chorcha era deliciosa. Ya después, con singular alegría, le dimos trámite a lo demás.

Cuando dos viejos amigos se reúnen a recordar, todo cobra vida otra vez. Los nombres olvidados aparecen como por arte de magia, las imágenes se vuelven nítidas, las emociones reviven. Ahí estaban de nuevo, los rostros de quienes compartimos el salón de tercero de secundaria, en esa esquina exacta de Zaragoza y Fuente. 

Bajo el humo sabroso de unos habanos —gentileza de los compadres Enrique y Polo—, seguimos evocando con respeto y cariño a las muchachas del salón: Lety Rendón, Almita Villarreal, Rosa Martha Barrera, Titi Bustamante y Ferniza, así como a los galanes incansables: Olaguer Rodríguez, Piti Borrego, Chuy Peralta, Sixto Paz Martínez, Alonso “El Cuate” Rodríguez, Teto Muñoz, Manuel Limon, Marcos Ogushi, Miguel Alamillo, Oscar de los Santos, Timoteo González, Braulio Montemayor, Armando Nolasco, Ricardo Sanmiguel, Alberto Yamanaka, Higinio Muñoz, Leopoldo, Bogar y Ramón Fernández, entre otros.

Olaguer, buen compañero y mejor amigo, recordó entre carcajadas que en todo el año de carpintería sólo logró terminar un palo torcido y un cajón para boleros. Yo, por mi parte, apenas y pude fabricar un “sacabotas”, porque eso de las medidas, nunca ha sido lo mío.

También nos acordamos de los viernes sociales, donde hacíamos pequeñas obras teatrales cargadas de chistes y ocurrencias. Ahí, bajo la batuta de la querida profesora Marilú Ruiz, presentábamos nuestros sketches ante toda la escuela, con más entusiasmo que talento.

Y cómo olvidar los tacos de la aduana, frente al IDAO. Para nosotros, no había manjar más sabroso. Parados, hambreados y felices, compartíamos espacio con empleados de correos y aduanales. Eran tortillas horneadas, enrolladas y bañadas en manteca de cerdo, rellenas solo con papa molida, pero a gusto del cliente se les atacaba con repollo y salsa búfalo. ¡Una delicia digna de nuestra adolescencia!

Recordamos también las tremendas correteadas que nos daba el buen Máximo cuando nos escapábamos de clases para ver los entrenamientos de los Rojos de AHMSA. Nos perseguía por las vías del tren, desde el cuartel —donde teníamos la clase de deportes— hasta el estadio de la Sección 123. ¡Qué pulmones los de aquel hombre!

Y ni hablar de cuando fingíamos estar enfermos para no desfilar, porque el profe “La Toca” quería que cargáramos aquellos tambores pesados y desafinados… que aporreábamos sin misericordia con las baquetas.

El nivel académico del IDAO no estaba en duda. Era —y sigue siendo en la memoria— una institución de gran prestigio, gracias al liderazgo de la inolvidable profesora María Figueroa y a un cuerpo docente de primer nivel.

No terminamos de platicar todo lo que teníamos pendiente. La música de la fiesta —estridente, pero alegre— y los cantos vernáculos de los asistentes acabaron por desviar nuestra atención. Pero quedamos en vernos pronto, porque sabemos que los buenos recuerdos no se agotan… sólo se duermen un rato.


Javier Zacarias


25 de julio de 2025

La Juventud que fue nuestra…


 Nosotros, los de la generación de los hippies de ropa holgada y pelo largo (aunque hoy cueste creerlo), evocamos nuestros días de juventud con una mezcla de nostalgia, gratitud y un deseo profundo de que los jóvenes de ahora también sepan disfrutar la época que les ha tocado vivir. 

Que se den el tiempo de grabar en la memoria cada día, cada mañana, cada mirada, cada beso. Porque la juventud —como la vida misma— es dicha pasajera. Así como se es joven por un instante, así también este presente que vivimos se volverá recuerdo.

Cuando pienso en mis años mozos, me traslado sin esfuerzo a aquellos días de preparatoria, cuando el olor a provincia se colaba por las calles de la capital del Estado y nos impulsaba a salir a caminar, a charlar en la jardinera frente al viejo edificio de Correos, o a ir al Cine Palacio a ver “Carrera contra el Destino”. Recuerdo las fiestas de discos en el colegio a media cuadra de la casa, las guitarreadas en los patios del Ateneo, las camisas blancas de algodón bordadas, los pantalones acampanados, los huaraches, los sueños de un México mejor. 

Éramos idealistas: creíamos en la paz mundial, respetábamos a las muchachas, cantábamos a Dylan y a Joan Baez, bailábamos con los Beatles y los Stones… Y por las noches, allá en la casa de asistencia en la Privada Santa Julia, Doña Esther ya nos tenía la cena servida.

Viví mi juventud con intensidad y alegría, como procuro que lo hagan mis hijas, los hijos de mis amigos, mis sobrinos. Me gusta pensar —con la ingenuidad de quien guarda esperanzas— que en algo estoy logrando inspirarlos.

A todo joven que me permite decirle unas palabras, le insisto que no deje pasar la oportunidad de vivir plenamente su juventud. Que se ría con sus amigos, que abrace sin miedo, que diga “te quiero” sin pudor. Que respete a su novia, que sepa que quizá un día ella si no llega a ser su mujer, será amiga de su esposa —porque en este pueblo, todos nos conocemos. Que gaste sus días en juegos, bromas y aventuras, porque pronto —demasiado pronto— le llegará la celosa madurez, esa que llega con sus exigencias y sus cretinas responsabilidades. 

Aún tengo la bendición de saber cuándo alguien me escucha con atención… aunque también sé, por sus miradas, cuándo ya es momento de callar y despedirme con una palmada en el hombro y un saludo a sus padres, algunos de ellos mis viejos amigos.

Hace unos días, mientras mi señora y yo tomábamos un refresco en la Macro Plaza, me quedé observando a los jóvenes de hoy. Algunos daban la vuelta en grupo con sus carros “arreglados”, otros en moto lucían su atuendo con entusiasmo. Algunos caminaban con sus parejas, otros con sus amigos, algunos más con sus familias. Muchos iban absortos, conectados a sus audífonos o mandando mensajes desde el celular. Pensé, con sinceridad, que no me hubiera gustado ser joven en esta época. 

Hoy todo va muy de prisa, el futuro es mañana, y el juguete nuevo se olvida al despertar.

Muchos justifican su rebeldía en la “falta de comunicación” con los padres. En mis tiempos, a mi papá apenas lo veíamos en la noche —y eso si había suerte— porque trabajaba todo el día. Mamá era quien nos traía cortitos, y con el cinturón en la mano si hacíamos alguna travesura. La amenaza de “vas a ver con tu papá” era temida y cumplida. Hoy, los papeles parecen invertidos: los hijos amenazan con irse de casa y los padres se doblegan, movilizando psicólogos, sacerdotes y hasta mentores para evitar el drama. Y al poco tiempo, el joven tiene un iPad y otros un automóvil nuevo en la cochera para calmar su berrinche.

Hoy los jóvenes, a su edad, ya lo han visto todo. El futuro ya no les reserva ningún misterio. Es como si, de pronto, se hubieran vuelto viejos, sin ilusión de nada.

Hoy se crece aprisa, y para cuando la infancia se les cae de las manos, muchos niños ya tienen mirada de viejo.

Nuestra juventud era más… más joven. 

Se respiraba en los campos de Fisher, en las tardes interminables de juegos en la calle Sinaloa, en los vecinos que aún saludo y con quienes a veces me tomo una cerveza. En el viejo IDAO, en mis años rebeldes del Ateneo Fuente en Saltillo, en las andanzas universitarias en Guadalajara.

Y tengo la dicha —porque lo es— de conservar a mis amigos de entonces. 

Algunos ya son cascarrabias, otros conservan el brillo de la paciencia en los ojos. Algunos más, aún tienen esa chispa de eterna juventud en la mirada y en las palabras. Y los que ya partieron, los recuerdo con el mismo cariño que me provocaban en vida. 

Porque ser joven no era tener menos años, sino tener más alma.


Javier Zacarías 

#PiedrasNegras

#Amistad

22 de julio de 2025

Con la vara que midas…


 “Con la vara que midas, serás medido”, dice el dicho popular basado en la vieja y sabia regla de oro. Esa que nos advierte, con palabras sencillas pero firmes, que todo acto tiene su consecuencia. Que como trates a tus semejantes, serás tratado.

Pero ¿qué más semejantes que nuestros propios padres?

Aquel domingo me desperté temprano, me encaminé con paso ligero al negocio de mi papá. Iba decidido a felicitarlo por el Día del Padre y al llegar, le estampé un beso en el cachete.

Él, sorprendido por la visita inesperada y sobre todo por el escandaloso beso, sonrió y mandó al Güero a preparar en la bodega de la frutería un sartenazo de huevo con jamón y cebolla. Ese desayuno fue para celebrarnos mutuamente… ese día tan poco celebrado y tan profundamente sentido.

Mientras compartíamos la mesa y la plática, comenzaron a desfilar por mi mente los recuerdos que llevaba guardados, algunos polvosos pero vivos. Recordé mis rebeldías de niño, mis silenciosos desacuerdos con su estricta disciplina, mis berrinches, mis inconformidades de adolescente.

Recordé, también, cómo una y otra vez, con firmeza y sin rodeos, me enseñó el camino correcto. Y aunque no decía mucho, no dejaba pasar mis excesos. Sus consejos y regaños no eran pocos… pero tampoco eran en vano.

De pronto me vi a mí mismo en la caja de su camioneta, riendo con el aire en la cara. Reviví los días de campo en Santo Domingo, el primer balón de fútbol, el uniforme de las Chivas comprado en Deportes Montemayor, mi primer guante de béisbol, la bicicleta que con tanto esfuerzo me regaló, mi tractor rojo, las tardes de pesca, los juegos de dominó y billar, las sabrosas charlas de hombres en El Buzo, su ejemplo incansable de como el cuido y respeto a mis abuelos, sus amigos de toda la vida, su entrega al trabajo, sus consejos certeros y ese amor silencioso pero constante que nos dio a mí y a mis hermanos.

Ahí, en esas breves pero intensas horas, entendí el tamaño de su sacrificio. Entendí todo lo que se necesita para sacar adelante a una familia. Y lo comprendí tarde… pero lo comprendí.

Hoy ya no tengo a mi papá.

Pero tuve la inmensa fortuna de compartir la vida con un hombre que jamás me deseó un mal, con un amigo leal y con un padre que siempre estuvo ahí, esperando.

Me equivoqué muchas veces, pero esos recuerdos no los quiero guardar en el corazón —porque ahí ya no caben de tantos buenos momentos vividos—. Los dejo en el cajón de la conciencia, para tenerlos a la mano, para no olvidar, para recordar que la vida te mide con la misma vara con la que tú mides… y que nunca es tarde para mirar a tu padre a los ojos y decirle cuánto significó en tu vida.

Misión cumplida, viejo… te adoro.


Javier Zacarías

#Familia

#PiedrasNegras

19 de julio de 2025

Prácticas con los “Caballos”

 


“¡Pasas por mí temprano para ir a las prácticas al estadio, Javieeeer!”, me gritaba el Polaco desde su bicicleta, mientras pasaba zumbando por la calle Sinaloa frente a mi casa con rumbo a la de sus abuelos, allá por la Colonia Roma, justo atrás de la agencia de la Carta Blanca.

Don Diego, su abuelo, vendía las raspas más ricas de todo Piedras Negras. Las despachaba desde un pequeño estanquillo pintado de verde Coca-Cola, rodeado de bancas de madera donde uno podía sentarse a platicar, a saborear la vida. Mi favorita era la de vainilla, y la disfrutaba como premio después de las correteadas tras la pelota de gajos en aquellos campos terregosos que quedaban justo enfrente, donde hoy están Las Cabañitas y la plaza de Tomás Perales.


“¡¿Qué andas haciendo atrás de esa pelotota, cabrón?! Ponte a jugar béisbol, ese sí es deporte de hombres”, me regañaba Don Diego entre broma y sabiduría. ¡Qué razón tenía el abuelo del Polaco! Un sabio.


En esos tiempos no había celulares, ni chats, ni “mensajes de voz”. Si querías hablar con un amigo, le gritabas desde la banqueta o llegabas a su casa en bicicleta. Sabías que estaría ahí, o cerca. A veces uno se desviaba varias cuadras solo para dejarle un recado al amigo. Así era la comunicación: de frente, a voz limpia, sin filtros.


El Polaco y yo éramos los más fieles aficionados infantiles de los Rojos de AHMSA, aquel equipo legendario de la Liga del Norte de Coahuila, que tantas glorias regaló a la ciudad. El estadio de la Colonia Roma se llenaba a reventar, y para nosotros, unos niños de apenas 10 años, era un templo.


Íbamos a las prácticas en bicicleta, el guante colgado del manubrio, el alma colgada de la ilusión. En el camino pasábamos por el zurdito Rodríguez, que vivía también por la calle Sinaloa, media cuadra antes del estadio. El tiempo confirmó lo que ya se notaba en su brazo: llegó a jugar en la Liga Mexicana con los Rieleros de Aguascalientes. Hoy es eaglepaseño y lo conocen como el Lefty Rodríguez.


El estadio —el viejo estadio— nos parecía majestuoso. La entrada estaba más o menos donde hoy está la agencia Ford y el diamante ocupaba lo que hoy es el hotel Posada Rosa hasta la esquina de la calle Sinaloa, y por ahí nos colábamos a trompicones para no perdernos ni el olor a Iodex que usaban los jugadores antes de calentar.


Para mí, calentar el brazo con ellos era un sueño. ¿Se imaginan a un niño de 10 años cachando pelotas lanzadas por el elegante zurdo cubano Manuel Moreno Ríos? ¡El ídolo de mi infancia me regalaba su tiempo y su brazo! Yo no lo podía creer… y aún hoy lo cuento con un nudo en la garganta.


Nos dejaban correr con ellos desde la raya del jardín derecho, y cuando venía la práctica de bateo, nos ponían a fildear los batazos. En esas simples tareas se nos fue forjando el amor por la pelota, el compañerismo, la responsabilidad y las primeras lecciones de lo que significa el compromiso. Fue tierra fértil, bien sembrada, y floreció.


Agradezco a Dios que esos recuerdos no se han borrado. Viven en mí como si fuera ayer: el chasquido del bat, el golpe seco de la bola en el guante, el crujir de los spikes sobre la tierra, el olor a brea, la tierra húmeda, las bromas en voz alta que rebotaban en las gradas de aquel estadio… que ya no está, pero que en mi memoria sigue en pie.


Después del entrenamiento, regresábamos hambrientos a casa de los abuelos del Polaco. Nos recibía un plato rebosante de chorizo con huevo, preparado con una pizca de amor y una cucharada generosa de dulzura por su abuelita. Y claro, con tortillas de harina recién hechas, que uno empezaba a saborear desde dos cuadras antes, por el aroma que se colaba entre las calles de la Roma. Ma’ Felipa era muy cariñosa con su consentido y atenta con los invitados de su nieto por eso aquellos inolvidables manjares estaban listos a nuestra llegada.


Ya con la barriga llena, nos recargábamos en las mecedoras del patio a contar historias, a inventar castillos en el aire, a decirnos las mentiras más creativas… y sobre todo, a planear el siguiente día. Porque había un compromiso —sagrado e infantil— con los Rojos de AHMSA. 


Eso no se negociaba, eso se cumplía.


Así era nuestra niñez. Llena de juegos, de lealtades, de polvo en los zapatos, de promesas gritadas desde la banqueta… y de una amistad pura, de esa que ni el tiempo logra borrar.


Javier Zacarías 




18 de julio de 2025

Don Arturo


El martes, mientras disfrutábamos del Juego de Estrellas del béisbol de las Grandes Ligas en nuestro Club, volví a ver aquella fotografía donde abrazo con mucho afecto a Don Arturo Rodríguez y a Don Toño Reyes. Y como suele pasar con las imágenes que tocan el alma, se me vinieron en cascada los recuerdos… y quise compartirlos.

Debía tener unos cinco años —allá por 1959— y si no andaba disfrazado de vaquero, con pistolas al cinto, sombrero grande, shorts aguados, piernas flacas y botas vaqueras, andaba montado en mi tractor rojo. Ese tractor, que mi papá me compró usado después de una buena dosis de llantos, berrinches y súplicas, era mi vehículo oficial. Mi corcel. Mi libertad.

Eso sí: no podía bajarme de la banqueta de mi casa, porque la autora de mis días tenía lista una corrección sonora con la mano si cruzaba esa frontera. Así que mi mundo —amplio para un niño, aunque medía apenas una cuadra— terminaba en el Taller Roma, propiedad de Don Arturo Rodríguez y de Carlos Ríos, allá por la calle Sinaloa, a unos pasos del “Arroyito”, hoy la avenida Periodistas.

Eran días felices, de esos que se quedan tatuados en la memoria con tinta imborrable. Me fascinaba llegar al taller con mis pistolas, a “pelearme” con los trabajadores de Don Arturo. Les tiraba “balas”, les pasaba el tractor por los pies mientras trabajaban, y El Chiquilín, El Monstruo, El Sapo y El Gordo salían despavoridos cuando me veían llegar.

Y cuando andaba de buenas, hasta les llevaba plátanos y manzanas —con la complicidad de mi mamá— para ganarme su paciencia y que me dejaran convivir con ellos.

Ellos, eso sí, primero tanteaban el terreno: si yo andaba de genio, se hacían a un lado; si llegaba dadivoso, extendían los brazos para recibir la fruta y, de pasadita, darme un pellizco en los cachetes o un cariñoso coscorrón.

Ahí estaba siempre Chuy Durán de testigo, y Don Arturo, con su sonrisa que decía: “¡Ya viene este a armarnos la revolución!”

Recuerdo bien aquellas pistolas que usaba, con un rollito rojo de cohetes que, al apretarse el gatillo, hacían un estruendo que parecía balazo. Era lo más avanzado de la época… y para mí, era como portar dinamita.

Hoy, a más de 65 años de esas pequeñas grandes aventuras, cuando me topo con Chuy en el Círculo Social Deportivo Piedras Negras, no falta que me salude entre risas diciendo a los socios presentes: “Miren, ahí viene el ratón vaquero, ¡ja ja!”

Algunos decían que Don Arturo tenía un carácter duro, hasta gruñón. Pero a mí nunca me tocó verlo así. Chuy lo describe como un hombre muy humano, con su genio a veces, claro, pero también bromista, noble y cercano.

Me contaba que a Don Arturo le daba mucho gusto recibir la visita de aquellos muchachos que, siendo niños, aprendieron el oficio en su taller. Hoy ya hombres hechos y derechos, con familia y una vida hecha en Estados Unidos, regresaban de vez en cuando solo para saludarlo, para presentarle a sus hijos y decirles: “Este fue el hombre que me enseñó a trabajar.”

Don Arturo me mostró siempre cariño, afecto y un respeto genuino. Nunca necesité pedírselo, él sabía cómo ganarse el corazón de un niño. Me daba consejos cuando los necesitaba, un buen regaño si me desviaba, y su ejemplo, siempre.

No teníamos lazos de sangre, pero yo lo sentía como parte de mi familia. Primero como un vecino entrañable, luego como un mentor, y más adelante como compañero de un club que él ayudó a construir, que cuidó con esmero y que me enseñó también a querer.

Tengo muchos recuerdos con Don Arturo.

Todos bonitos, todos alegres.

Y todos, imborrables.

Dios lo tenga en su santa gloria.


Javier Zacarias

#amistad

#PiedrasNegras

13 de julio de 2025

El juego inolvidable…


El parque de béisbol se veía imponente…

Iluminado a todo lo que daba, repleto de familias, de risas, de vida. Los equipos, elegantemente uniformados, se preparaban para la batalla deportiva en una alegre noche de verano que parecía hecha a la medida.

Las gradas estaban engalanadas con porras, estandartes y banderolas que ondeaban al ritmo de la emoción. Por ahí se veían las muchachas, coqueteando con los jugadores mientras ellos, entre bromas y risas, calentaban el brazo y el alma. Esas eran escenas típicas… coqueteos inocentes, palabras lanzadas entre el polvo del campo y la mirada atenta de las chicas en la grada. Todo era parte del juego.

Las familias enteras llegaban temprano para encontrar buen lugar. Se saludaban unos a otros con ese cariño de pueblo donde todos se conocen. Los niños felices con su yuki, su jícama o su elote, mientras los adultos conversaban con los vecinos, esperando que comenzara el espectáculo.

El aire olía a zacate recién cortado, a tierra húmeda y a emoción contenida. Y de pronto, los gritos: ¡ya vienen! Los jugadores saltaban al campo y el umpire Héctor Fidel Pérez cantaba fuerte y claro:

“¡Play ball!”

Aquella noche de verano de 1960, el parque de béisbol infantil de la Colonia Burócratas lucía como el centro del universo.

Yo tenía la mano de papá en la mía y la sonrisa de mamá cerca del corazón. Me llevaban por primera vez a ver jugar a mis tíos. Pepe, patrullando el jardín central con Los Cachorros, y Mando, defendiendo la misma posición con Los Pericos.

Dos hermanos enfrentados en el campo… y yo, con los ojos abiertos como platos, aprendiendo a amar para siempre ese bello deporte.

Ese ambiente, ese olor, esa noche… nunca se han borrado de mi memoria.

Ahí nació, sin saberlo, el amor por el béisbol que me acompañaría toda la vida.

Gracias, viejo…

por tomarte el tiempo de llevarme al parque.

Aunque haya sido solo una vez, lograste que para mí… fuera para siempre.

¡Sabor a pueblo, hermanos!

¡Sabor a familia!


Javier Zacarias


#PiedrasNegrasCoahuila

11 de julio de 2025

Aquel Piedras Negras que no se olvida


Hace rato pasé por donde alguna vez estuvo el viejo IDAO —el Instituto Doctor Andrés Osuna— y, como si alguien abriera un cajón lleno de memorias, se me vinieron encima en cascada los recuerdos de otros tiempos. Hoy ese rincón está ocupado por un Oxxo y varias oficinas, pero yo no veía eso. En mi mente seguía ahí la secundaria de siempre, frente a los Almacenes Coahuila, cerca de la Aduana, del Correo, del Cuartel Militar, de la XEMJ… y del sabor inolvidable de los Yukis de Jando y los tacos del Correo, que eran parada obligada para muchos de nosotros.

¡Qué imponente lucía la Aduana en aquellos años! ¿Se acuerdan? Con sus pasillos ajardinados, sus bancas firmes, la cerca de fierro forjado… y ahí mismo, en el crucero de Zaragoza y Fuente, la estatua de don Miguel Hidalgo como testigo mudo de nuestras andanzas. Los del IDAO íbamos a “deportes” al Cuartel, porque la escuela no tenía patio. Pero eso no nos quitaba el ánimo: a la salida, nos esperaban la cafetería del Hotel Niza, El Farolito… y si la travesura nos ganaba —y teníamos suerte de que no nos descubrieran nuestros papás—, el Buzo con su billar, o incluso una mirada curiosa al Jockey Club.


La calle Zaragoza, era otra historia. No como hoy, donde se acumulan las cantinas, los edificios caídos y la basura olvidada. Aquella Zaragoza era alma viva, corazón vibrante del comercio local. Desde la Presidencia hasta la estación del tren, cada cuadra tenía su carácter, su ritmo, su gente.


Cómo no recordar los aromas del Café Zócalo de Don Gaspar González, donde se reunían personajes entrañables como Monseñor Jáuregui y donde era común ver a Lolo llegar por su Fanta de fresa. O los Arcos de la familia Nolasco, la Refaccionaria Valdez, la Papelería El Rubí, el Ciros Bar de Don Mariano Peña, Salomón Curios y restaurante de Don Salomón Abraham, el Mercado Zaragoza con sus tienditas llenas de México, las carnicerías al fondo, Licores Andrés Garza, el Chop Suey, Tapizados Monterrey, el Juzgado de Distrito, la Frutería Zacarías, la Librería Cabral, el Viejo Nopal, la Sociedad Mutualista Benito Juárez, Funerales Valdez, La Vencedora… y tantos otros nombres que, aunque quizá ya no existan, siguen vivos en nosotros.


Evocar todo esto aprieta el pecho. No de tristeza, sino de esa nostalgia buena, la que da calor en el alma y te saca una sonrisa sin avisar. Porque fuimos parte de un Piedras Negras más sencillo, más humano, más nuestro. Un pueblo de bicicletas, de música, de amigos que se encontraban en la plaza, de juventud desbordada en cada esquina.


No dejemos que esos días se pierdan en el olvido. Contemos nuestras historias, revivamos nuestras calles, compartamos nuestros recuerdos para que quienes vienen detrás sepan que hubo un Piedras Negras lleno de vida, de sueños, de sabor y de alma.


Les dejo un abrazo como los de antes: de esos largos, sinceros… y con olor a fiesta de pueblo.


Javier Zacarías 

10 de julio de 2025

Según el sapo… es la pedrada

La vida, tarde o temprano, nos enseña el camino correcto para transitarla, disfrutarla y también para enfrentarla. 

A veces, de manera dura. 

Algunos interpretan los tropiezos como “castigos divinos”; otros los atribuyen al “destino” y otros más, al “Karma”. Yo prefiero pensar que muchas veces lo que nos devuelve la vida es simplemente consecuencia de nuestros actos.

La forma en que vivimos nuestra juventud marcará nuestros años de vejez. Nuestra actitud en la vida profesional influirá en la tranquilidad con la que vivamos el retiro. El trato que damos a familiares, amigos y colegas, será el mismo que, en el futuro, ellos nos devolverán. Porque el futuro siempre está más cerca de lo que creemos.

No se puede sembrar odio y esperar cosechar afecto. No se puede vivir en el rencor y esperar alegría. Aceptar las consecuencias de nuestros actos es parte de la madurez que a veces llega con dolor, pero siempre con lecciones.

Elegir mal a las personas en quienes confiamos también tiene su costo. 

Una traición de un amigo, de un familiar, no sólo duele en el corazón, sino que puede trastocar incluso nuestra salud emocional y física. Y aunque el tiempo atenúe las heridas, la desilusión suele quedarse como un eco constante.

Frente al daño recibido, hay quienes se derrumban, quienes callan y siguen adelante con dignidad, y también quienes buscan venganza. Pero la venganza, aunque parezca alivio, termina encadenándonos a lo mismo que queremos superar. Alimenta un fuego que consume más de lo que reconforta.

Porque sí, la vida da vueltas y a cada quien le llega su momento. Pero no hace falta ensuciar las manos para que eso suceda. La vida sola, con su manera particular de equilibrar cuentas, pone a cada quien en su lugar. Y en eso hay justicia sin odio, enseñanza sin rencor.

Todos, en algún momento, hemos sido heridos por quienes considerábamos cercanos, por en quienes confiamos. La verdadera pregunta no es por qué lo hicieron, sino cómo sanamos después de eso. Esa respuesta, más que ninguna otra, define quiénes somos.

Hay quienes buscan la venganza porque les reconforta. Si la traición fue leve, un simple desprecio puede bastar. Pero si fue de esas que calan hondo, querrán devolver el golpe con más fuerza de la que recibieron. Como dice el dicho: “según el sapo, es la pedrada”.

Aunque a veces, lo más sabio es no lanzar ninguna piedra… porque hay sapos que solitos se ahogan.

Javier Zacarias

#PiedrasNegrasCoahuila
#Coahuila

6 de julio de 2025

“Me gustó mi vida…”


Doña Sofía fue una mujer maravillosa.

Dueña de un espíritu alegre y de una energía contagiosa, disfrutaba intensamente cada momento, y todo lo que hacía lo entregaba con pasión, con ese esmero que solo tienen quienes aman la vida.

Su risa era amplia, generosa, de esas que inundan los rincones y acarician el alma. A mí me regaló un cariño profundo, sincero… y sobre todo, me dio lo que más amo, con una confianza total, sin reservas.

Tenía una voz que al cantar nos transportaba a un lugar más cálido, más bonito. Y aunque era alegre y cariñosa, también tenía ese carácter firme de las mujeres laguneras: bastaba una mirada para ponerte en tu lugar, y si te desviabas del camino, sabías que habría consecuencias. Con esa fuerza y esa fe dirigió a sus hijos, siempre con Dios en el centro de todo.

Si sus hijos eran su razón de vivir, sus nietos eran su adoración. Todo lo disfrutaba de ellos: sus juegos, sus palabras, sus travesuras. No podía haber fiesta, festival escolar o reunión sin que ella se hiciera presente con su alegría desbordante y algún regalo en las manos. Y no era solo su presencia física… era el amor con el que llegaba. Sus nietos la amaban profundamente, y se sentían con la confianza de acudir a ella, ya fuera por un consejo o simplemente para escuchar sus sabias recomendaciones. La querían infinitamente, porque sabían que su cariño era incondicional.

Las anécdotas con ella son muchas. Incontables. Algunas divertidas, otras profundas, y sí… también hay momentos tristes, porque así es la vida: dulce y dura, como ella la entendía.

Tenía arte en las manos. Siempre estaba creando, compartiendo, regalando algo que llevaba su esencia. Desde un detalle sencillo hasta algo verdaderamente elaborado, todo lo hacía con amor. Era imposible no quererla.

Y qué decir de su comida… ¡nos tenía rendidos! No había platillo que no disfrutáramos con devoción. Cada sabor llevaba su firma, su sazón, su cariño.

No diré que fue como una segunda madre, como suele decirse. Fue mi suegra, sí, pero también mi amiga, mi cómplice, y quizá la más sincera admiradora que tuve. A veces bromeo que era la presidenta honoraria de mi club de fans.

Cuando fallecio hace meses, una de sus últimas palabras para Sarita fueron: “Me gustó mi vida mija”. Qué poderoso testimonio… y cuánto me conmueve. Me llena de lágrimas, de nostalgia, pero también de profunda paz. Porque ella, como pocas personas, supo vivir. Y supo dejar huella.

Vuele alto, suegra querida. El camino no será largo, porque usted ya vivía en el cielo desde aquí. Sus hijas, sus hijos, sus nietas y nietos, sus yernos y nueras… todos los que la quisimos, ya la estamos extrañando.

Y siempre, siempre estará en mi corazón.

Su yerno… Javier

4 de julio de 2025

La Fuerza de Piedras Negras…

Nunca me cansaré de decirlo y escribirlo donde sea posible: la gente de Piedras Negras tiene el valor, la entrega, la inteligencia y la voluntad necesarias para salir adelante, sin importar las circunstancias.

Hemos resistido embates de la naturaleza convertidos en tornados, inundaciones, sequías interminables, calores insoportables o fríos que calan los huesos. Y aquí seguimos, al pie del cañón. A veces por necesidad, a veces por costumbre, pero siempre por amor a esta tierra. También hemos enfrentado crisis económicas provocadas por decisiones ajenas, devaluaciones que favorecen a unos cuantos y desempleo que golpea con fuerza a muchas familias. Y ni hablar de las crisis políticas, algunas impulsadas por gente que ni siquiera es de aquí, o peor aún, por quienes siendo de casa, pusieron sus intereses por encima del bien común. Ustedes saben quienes son… y si no, pues mejor.

Y aun así, Piedras Negras siempre encuentra la forma de seguir adelante.

Lo que quiero subrayar es que cuando trabajamos juntos, salimos adelante. Así como lo hicimos en la gran inundación de 1954, o lo que sucedió en Villa de Fuente ante otro fuerte golpe de la naturaleza. En esos momentos, la comunidad se organiza, trabaja codo a codo con las autoridades y demuestra de lo que está hecha.

Pero cuando se trata de enfrentar las crisis económicas y financieras, las estrategias cambian. Cada quien jala por su lado. Empresarios, comerciantes e industriales suelen actuar de forma aislada, sin una visión común que nos permita salir todos juntos del bache.

Y eso nos ha costado y está costando muy caro.

Un pueblo unido jamás será vencido. Pero el pueblo no son sólo las autoridades, ni las grandes empresas o comercios. El pueblo somos todos. Todos los que vivimos aquí. Si no entendemos que consumir lo que aquí se produce o se vende es una forma concreta de cuidar nuestros empleos y nuestra economía, el dinero se irá a otros lados… o a otros países. Y con él, los empleos que tanto necesitamos.

Necesitamos sembrar esta conciencia desde temprano. Hay que ir a las escuelas, hablar con niños y jóvenes y enseñarles que lo local tiene valor. Que el trabajo de sus papás depende muchas veces del comercio de aquí. Que si apoyamos lo nuestro, ganamos todos.

Si grandes empresas como la Corona, las termoeléctricas, Rassini y maquiladoras, entre otras no encuentran un mercado activo en Piedras Negras, es natural que sus compras y contratos se vayan a proveedores de otras regiones. ¿Y qué pasa entonces? Que la derrama económica también se va con ellos. Muchos de esos contratos acaban en manos de empresas a cientos de kilómetros, simplemente porque ofrecen mejores precios… y crédito.

Por eso insisto: salir de las crisis económicas no depende sólo del gobierno. Las estrategias más importantes las tenemos que construir nosotros. Desde abajo. Unidos.

Javier Zacarias

#PiedrasNegras

Todo sigue igual… hasta las justificaciones.

A propósito de las lluvias que recientemente han azotado nuestra ciudad, me di a la tarea de buscar un artículo que escribí en mi blog allá por septiembre de 2013. ¿Y qué creen? Todo sigue igual… incluso las excusas.

Léanlo y comprueben por ustedes mismos que los políticos y funcionarios —sin importar el color de su camiseta ni el género que los defina— son, han sido y seguirán siendo exactamente lo mismo: expertos en justificar lo injustificable, ayer, hoy y mañana.

Ahí les va…

“Justificaciones sobran para evadir responsabilidades.

Hace tres meses, Piedras Negras vivió una de las peores inundaciones de su historia. Daños materiales cuantiosos, familias desplazadas, comercios afectados. Hoy, muchas de esas familias aún no se reponen del golpe, y el comercio local —siempre víctima de las decisiones erráticas de sus gobernantes— no sólo fue afectado por la naturaleza, sino por la indiferencia institucional.

Calles destrozadas, tuberías colapsadas, drenajes saturados. Arroyos que deberían aliviar el cauce de las tormentas quedaron inservibles… si es que alguna vez estuvieron diseñados para servir de algo. Lo que sí fluyó sin obstáculos fue la frustración, el coraje y la impotencia de los ciudadanos.

La ayuda oficial que tanto presumieron funcionarios estatales y municipales en medios, no llegó a tiempo ni a quien debía. Las buenas intenciones de unos pocos fueron manchadas por la corrupción de los de siempre: líderes de colonia que repartieron despensas como si fueran propias, beneficios entregados a discreción, con criterio partidista o por simple oportunismo.

Y mientras tanto, el alcalde, apareció en televisión dando órdenes cómodamente bajo techo. Le cedió protagonismo al candidato de su partido, quien —con escoba en mano y sonrisa de campaña— se dejó ver en colonias afectadas, incluso aventándose al lodo con niños para la foto. Imagen que, siendo causa de burla y vergüenza, circuló en noticieros nacionales y medios locales. Publicidad electoral disfrazada de servicio.

Pero el pueblo tiene memoria corta, y los políticos lo saben.

Han pasado tres meses desde aquellas imágenes grotescas e imborrables. Y hoy, la ciudad sigue igual. Peor aún: sigue igual con descaro.

Zanjas abiertas desde entonces. Calles intransitables porque los registros siguen inservibles. Arroyos repletos de basura. Bardas que todos saben que obstruyen el cauce, pero nadie toca. Invasiones a cauces que nadie desaloja. Camellones que más que embellecer, inundan. Todo igual.

Las autoridades, también.

Esas mismas autoridades reconocibles por su pasividad, soberbia y corrupción. Para todo tienen una excusa a la mano: que si el FONDEN no ha llegado, que si no hay recursos, que si es zona federal, que si es muy caro. Pero para organizar fiestas, no hay restricciones.

Ahí sí hay millones para conmemorar la independencia, para cabalgatas, charreadas, caminatas domingueras. Eventos de relumbrón financiados con dinero público, bajo la lógica perversa de que el pueblo, mientras esté entretenido, no exige.

Patrañas.

Saben perfectamente que esos gastos son difíciles de auditar, y aprovechan la ineficacia —o complicidad— de los órganos fiscalizadores. El dinero se tira, se embolsa, se quema como los fuegos artificiales del cierre de la fiesta patria. Y luego, sin rubor, claman a los cuatro vientos que no hay dinero para lo verdaderamente urgente.

Hace dos semanas llovió en Piedras Negras, y los arroyos volvieron a desbordarse. Ayer volvió a llover… y lo mismo: calles inundadas, vehículos varados, zanjas abiertas, colonias bajo el agua, comités inoperantes y la ciudad —una vez más— sufriendo. Todo causado por lo mismo, agravado por lo mismo, olvidado por los mismos.

Todo sigue igual.
Hasta las excusas.
Hasta las autoridades.
Hasta el descaro.

Siguen autorizando construcciones en las partes bajas de la ciudad. Siguen permitiendo camellones y bardas que obstruyen el flujo natural del agua. Siguen ignorando las advertencias porque les importa poco el futuro: saben que en cuatro años se van, y que sus errores los pagará otro… o mejor dicho, los pagará el pueblo.

Y el pueblo sigue votando por la misma casta. Esa que tiene la ciudad reluciente sólo por donde pasará la suegra o la caravana. Pero bajo la alfombra, hay corrupción, simulación, inseguridad, baches, drenajes colapsados, obras mal hechas y, sobre todo, una profunda incapacidad para gobernar con decencia.

Y lo peor de todo es que lo permitimos. Porque nosotros también tenemos la culpa.”

¿Como ven? Tiene similitud ese artículo de hace 12 años con lo que sucede actualmente en nuestra ciudad? 

Javier Zacarias

Presidencia Municipal de Piedras Negras
#PiedrasNegras
#Coahuila

3 de julio de 2025

El Remolino…


 

Hoy, les voy a platicar del Remolino, Coahuila.

Sí, una joyita de pueblo, ejido o congregación de esas que el tiempo parece haber dejado olvidadas en la región de Zaragoza, pero que aún guarda, como en cofres antiguos, costumbres, paisajes y una historia familiar que no se borra con nada.

Es el lugar donde nació mi madre.

El lugar donde los nogales se mecen con ese viento que baja encañonado entre los cerros, y donde las tardes se disfrutan con la melodía tranquila del río San Rodrigo, que pasa ahí al ladito, como si saludara en su camino.

Un lugar donde todavía se puede platicar en las calles, bajo la sombra de los árboles, o descansar con los pies en el agua fría y cristalina de la Atarjea, mientras los álamos murmuran recuerdos con cada ráfaga.

La localidad de El Remolino está en el municipio de Zaragoza, Coahuila. Pocos habitantes lo cuidan, lo habitan, lo viven.
Se llega por la carretera 29, entre Zaragoza y Acuña. Las señales ahí están, como tímidas invitaciones a descubrir lo que ya pocos conocen. De Piedras Negras llegas saliendo por el camino a Las Tinajas. No tiene pierde. En media hora estás ahí.

La verdad, son pocas las veces que he visitado el pueblo… pero con las historias que platican mi mamá y mis tíos, me basta. Me sobra. Porque esas historias, como semillas, crecieron en mí la sensación de pertenecer a ese lugar sin haberlo pisado del todo.

No es un destino turístico, ni falta que le hace.

Es el lugar donde mi familia materna llenó de risas y juegos el aire cálido de la infancia.
Es el pueblo al que mi abuelo volvía cada semana a ver sus vacas, y al que parecía añorar como si estuviera a mil kilómetros, aunque apenas se hubiera ido hace unas horas.
No encontrarán museos ni restaurantes, ni bares con pantallas de plasma.

Pero sí encontrarán gente que todavía ve a los ojos, que saluda como si te conociera desde siempre.
No hay clima extraordinario, pero el sol ahí no quema: abraza. Y los paisajes, tercos, siguen ahí, como queriendo recordarte lo que ya no se ve en otros lados.

No hay mucha gente, pero la que queda te atiende como si fueras de la familia.

Fue la necesidad de un futuro mejor para sus hijos lo que motivó a mi abuelita a convencer a mi abuelo de dejar El Remolino.
Él, por nada del mundo, se hubiera ido. Para él, el ruido de la ciudad era peligroso, y el amparo del pueblo, con su familia y sus costumbres, era su escudo.
Pero con esos ojos hermosos que tenía mi abuelita… lo convenció.
No podía negarle nada.
Y menos cuando se lo pedía con esa mirada.

No se equivocó. Nunca se equivocaba mi abuelita.

De niño, sin conocerlo, El Remolino me fascinaba.
Me cautivaban las historias que contaban mi mamá, mi abuela y mis tías alrededor de la mesa.
Con una memoria casi mágica, hablaban de personas, calles y momentos como si hubieran regresado por un rato.
Reían, se emocionaban, y dibujaban con palabras esos pasajes de una vida sencilla pero plena.
Yo escuchaba en silencio, con esa envidia inocente de quien todavía dependía de que sus papás dijeran “sí, vamos”.

Me juraba a mí mismo que de grande viviría ahí.

Ya un poco mayor, fui de pesca al río San Rodrigo con mis tíos.
Y sí, los paisajes eran tal como los contaban: una belleza callada, intacta. 

Hace unos días fui. Ahi estan las fotos. Es una maravilla.

Pronto volveré, me lo prometo… otra vez.

- Javier Zacarias
-#Coahuila

25 de junio de 2025

Don Rodolfo…

Don Rodolfo Martínez fue un hombre profundamente respetado y entrañablemente querido en nuestra comunidad. De carácter limpio y sincero, era paciente, amable, y siempre tenía palabras agradables y consejos sabios que ofrecía sin imponerse, con esa naturalidad de quien vive con integridad.

“El Casa Roja” no era solo su rancho; era su refugio, su orgullo, su pasión. Un lugar hermoso, amplio y lleno de vida, donde más de una vez, junto con sus yernos, pasamos tardes inolvidables pescando en los tanques —El Grande, El Chorizo, entre otros— o celebrando convivios a la orilla del río San Rodrigo, hasta donde llegaba ese extenso y generoso terreno.

Don Rodolfo tenía un especial cuidado por sus vacas. Era celoso de su paz. No le gustaba que las espantaran. Si alguna se encontraba echada a mitad del camino, apagaba pacientemente su camioneta y esperaba a que, por sí sola, se levantara. Solo entonces continuaba su camino. Nunca forzaba el orden natural, simplemente lo respetaba.

Tenía esa sabiduría sencilla y antigua, de códigos no escritos, pero firmes. Respetaba la tierra, a los animales, a los tiempos del campo… y esperaba lo mismo de los demás. Su forma de corregir podía parecer dura —una ceja levantada bastaba— pero en el fondo había una ternura discreta, esa que solo se expresa en los silencios o en la espera serena a la sombra de un encino.

Hoy, cuando recorremos esos caminos de tierra y vemos una vaca recostada al sol, no falta quien diga en tono de broma: —“Si estuviera Don Rodolfo, la dejaba ahí hasta que se quitara sola”. Y todos reímos, porque lo imaginamos exactamente así: paciente, firme, respetuoso del tiempo y del entorno.

Recuerdo una ocasión, después de una jornada larga de pesca bajo un sol infernal. Nos quedamos entre las dos casas del rancho, descansando en las mecedoras mientras Don Rodolfo, cansado de su trabajo en los corrales, se unía a nosotros. Le gustaba conversar, recordar viejos tiempos, compartir anécdotas con su hablar pausado, entre fogatas y carcajadas, rodeado de sus yernos, amigos e invitados.

En una de esas charlas, nos contó una anécdota que aún hoy me hace sonreír. Tras una cacería con unos arrendatarios de su rancho —gente de la compañía Zebco, si mal no recuerdo—, les preparó un cabrito. Pero antes, cocinaron unas tripitas en paila, como se acostumbra en el norte. Se sirvieron tacos con salsa de chile piquín, guacamole y frijoles rancheros. Los invitados, encantados, no paraban de repetir y chuparse los dedos.

Fue entonces que el dueño de la compañía, un señor ya mayor y muy educado, se acercó intrigado y le preguntó con una sonrisa:—Don Rodolfo, ¿cómo le hicieron para meter el gravy dentro de las tripas?

Don Rodolfo casi suelta el taco de la risa, pero se contuvo por respeto. Respondió con evasivas, cambió de tema, y dejó a los americanos maravillados con lo que ellos creyeron un secreto culinario. Nosotros, los que entendimos el malentendido, apenas podíamos contener la risa. Al recordarlo, nos dolían las quijadas de tanto reír. Y cada vez que tengo oportunidad, cuento esa historia —siempre mencionando al autor de la anécdota— y nunca falla la carcajada.

Así era Don Rodolfo: sabio, sencillo, buen conversador y mejor anfitrión. Un hombre al que admiré y respeté profundamente. A sus hijas, a su hijo, a sus yernos y a varios de sus nietos los sigo viendo con aprecio, y a todos les guardo un cariño especial.

Estoy seguro de que Don Rodolfo está hoy en un lugar muy especial allá en el cielo. La gente buena, honrada y trabajadora como él tiene reservado un sitio entre los mejores. Pero sobre todo, sigue y seguirá viviendo en el corazón de quienes tuvimos la fortuna de conocerlo, disfrutarlo y aprender de su ejemplo.

Victor Javier Zacarias


#PiedrasNegras