4 de diciembre de 2025

Los hijos de mis amigos…

Una de tantas satisfacciones que me ha dado la vida es ver crecer a los hijos de mis amigos y darme cuenta de que han resultado buenos muchachos. Esa es una alegría sincera, regalo de vida. A veces me sorprendo recordando cuando los veía corretear de niños, y ahora los miro convertidos en jóvenes responsables, profesionistas y algunos de ellos ya padres de familia. En cada etapa me llena de orgullo saber que mis amigos han sabido salir adelante en esa tarea tan difícil y tan hermosa que es educar a los hijos.

Me gusta preguntarles cómo le hicieron, qué camino siguieron. Y al ver la chispa de orgullo en sus ojos, me acomodo y los escucho con toda la atención del mundo. He oído mil respuestas distintas, cada cual con su estilo, pero al final todas coinciden en lo mismo: el amor. Esa es la base de todo.

He comprobado también que el éxito nunca se da por obra de uno solo. Siempre hay trabajo en pareja. Cuando padre y madre caminan juntos, el hijo encuentra rumbo. Si uno jala para un lado y el otro para otro, lo que sale es un muchacho confundido, bronco, sin dirección. Como dice la lógica charra: el caballo se encabrita cuando no siente la rienda pareja.

Después de tantas charlas con mis amigos, estoy convencido de algo:

-De niños, se les instruye.

-De jóvenes, se les dirige.

-De adultos, se les aconseja.

Con los años he descubierto un detalle que nunca falla. Cuando miro a los ojos de los hijos de mis amigos, siempre encuentro ese brillo especial que distingue a los buenos muchachos. Es el brillo del respeto.

Pónganse a pensar en eso: el respeto se refleja en la mirada. No necesita palabras. El buen hijo respeta a sus padres, a sus hermanos, a su pareja, a los mayores y a sus amigos. Ese brillo es un sello que no se pierde y que solo lo llevan los que aprendieron a ser personas de bien.

Por eso disfruto tanto platicar con mis amigos de sus hijos. Porque cuando hablan de ellos con honestidad, el orgullo se les desborda. Y yo, al escucharlos, siento que algo de esa alegría también me pertenece.

Javier Zacarías 

3 de diciembre de 2025

No había de otra… y qué bueno que no la hubo

Por: Javier Zacarias


En mis años de niño no había muchas opciones: o jugabas béisbol o fútbol… o la chavalada te agarraba de bajada. Algún deporte tenías que practicar si querías ser parte de la pandilla. Y es que en aquellos tiempos no había Facebook, WhatsApp y juegos electrónicos: si querías jugar algun deporte o platicar con un amigo, agarrabas tu bici y te lanzabas a su casa; y si era con una chavita, igual, te lanzabas por ella… con todo y nervios.

Por allá de los años 60, lo que querían nuestras mamás era que saliéramos a la calle a echar relajo para darles un respiro. “¡Vete a jugar!”, nos decían… y uno obedecía. Hoy, en cambio, somos nosotros quienes le prohibimos eso a nuestros hijos, por el miedo que nos da un mundo que ya no es tan confiable, ni siquiera en un pueblo como el nuestro.

Para dejar descansar a mis jefes, salíamos disparados de la casa, dejando la alambrera como puerta de cantina, y nos íbamos rumbo a los campos de la López Mateos. Les confieso; yo también jugué futbol, aunque no lo crean… ¿Qué podía hacer? ¡Era eso o quedar fuera!

Nuestro equipo se llamaba “Oro”, y nuestro primer uniforme era un escudo de tela que se sujetaba a la camiseta con un seguro. Y vaya que lo portábamos con orgullo. Ya después, más organizados, nos patrocinó la Agencia Ford, que en esos años estaba por la Avenida Carranza exactamente donde esta ahorita la Sherwin Williams. El papá del Lic. Carlos Jacobo Rodríguez nos regaló dos balones, camisetas y shorts. Más adelante, nos patrocinó la Corona, y Don Toño González solo nos dio unas camisetas con el logo de “la cerveza más vendida del mundo”… ah y sin shorts, porque la temporada era en invierno. “¿Para qué los quieren? ¡No se vayan a resfriar los muchachos!”, le dijo al “director técnico” jajajajaja.

De esos equipos guardo grandes recuerdos y amistades que aún me acompañan.

También recuerdo las carreras de bicicletas “banana” que se hacían en la López Mateos. Los más grandes corrían desde donde estaba la Carta Blanca (ahora una agencia de seguros) hasta la carretera a Acuña, y los más chavitos hasta la Plaza de Toros.

Muchos de nosotros pasábamos las tardes en los campos de Don Raúl de Luna Fisher, donde hoy están Las Cabañitas, un centro comercial y algunos negocios y casas de cambio. Pero antes… eran territorio de aventuras. Eso sí: primero había que hacer la tarea. Si no, ni salías. Así de simple. Y sin llorar, porque te iba peor. Los maestros de la Escuela Rafael Ramírez eran duros. Cuando fallabas, te daban unos coscorrones que te sacaban la lagrimita, y con los cortes pelones que nos hacían nuestros papás, ¡no había ni tantita amortiguación! Mi compadre Fello Fernández es prueba de ello… me platicaba que nunca llevó la tarea y las orejas se le quedaron “marca registrada”.

A veces pienso que no había de otra… y qué bueno que no la hubo.

Porque en esa falta de opciones aprendimos a convivir, a soñar y a sudar juntos. Aprendimos que la vida se juega en equipo, que las derrotas duelen menos si alguien te da una palmada en la espalda, y que la amistad se forja entre tierra, polvo y risas.

Hoy paso por esos mismos lugares y me cuesta reconocerlos. Donde antes estaban los campos, ahora hay negocios, estacionamientos y letreros luminosos. Pero cierro los ojos… y todavía alcanzo a oír los gritos del portero, el silbato del árbitro y las carcajadas de la banda cuando alguien fallaba un gol cantado.

Éramos felices con tan poco… y no lo sabíamos.

Y aunque los años se hayan llevado los campos, las bicicletas “banana” y los escudos de tela con seguro, hay algo que sigue intacto: el recuerdo de aquellos días en que bastaba una pelota, una sonrisa y la tarde entera por delante para sentir que el mundo era nuestro.

La Inspiración…

La inspiración…

La inspiración es muy celosa. No se le puede exigir, ni se le puede llamar por capricho. Llega cuando quiere, a su hora… o a deshoras. A veces brota de una tristeza que nos ronda el alma, otras de una alegría inesperada. También hay quien la provoca con unos buenos tragos de tequila, con unas cervezas entre amigos, o en una tarde tranquila, soleada, a la orilla del río, viendo correr el agua y tentando a los peces. Pero aun así, la inspiración es terca, refunfuñona, y solo se deja ver cuando le nace.

Todos la quieren, la añoran, la buscan, la celebran… pero pocos la valoran de verdad. Porque la inspiración, cuando llega, no siempre avisa, y muchos la dejan pasar, distraídos o sin ganas de escribir o decir o cantar lo que sienten. Es un tesoro, y quien la recibe con frecuencia es, sin duda, una persona afortunada.

En mi caso, ha habido temporadas enteras —años incluso— en los que he querido escribir, pero solo me salían tonterías, cosas sin sentido. Luego las releo y hasta vergüenza me da. Hace días le comente en un mensaje a mi estimado amigo Francisco Orozco que cuando le brotara un recuerdo, lo escribiera así, sin adornos, como cuando uno hacía la lista del mandado. Que no esperara a estar inspirado, que lo dejara ahí, en papel o en su libreta, para que cuando la inspiración regresara, pudiera tomar esas notas y darles forma.

Hay quien prefiere grabar su voz, otros dibujan, otros guardan silencios… cada quien tiene su manera. A mí me gusta escribir. A veces, me salen las cosas y las plasmo en una servilleta, sin querer, y sin pensarlo mucho. Cuando me llega un recuerdo, lo anoto en el celular, en una hoja suelta, o en cualquier rincón donde pueda atraparlo antes de que se escape.
Hay veces que a la inspiración la busco y no la encuentro así como hay veces que sin buscarla, llega inesperadamente… y la abrazo.

A veces me río de las cosas que recuerdo —de mi niñez, de mis padres, de los hermanos, de mis amigos y de nuestras travesuras— las escribo en donde este o por donde vaya, estaciono mi camioneta y las dejo ahí, sin correcciones, sin adornos. Luego, cuando la inspiración decide volver, las releo y les doy forma. Solo entonces me animo a compartirlas, porque ya las siento completas, ya me dicen algo.

La inspiración, como les digo, es celosa. Pero hay que saber tratarla bien, darle su espacio y su cariño. Algunos la alimentan con agradecimiento; otros, con una copa de vino, un buen queso o una charla sincera. Lo importante es mantenerla viva, que no se sienta olvidada. Porque cuando ella quiere… nos regala pedacitos del alma convertidos en palabras.

Javier Zacarias

18 de octubre de 2025

Recuerdos, beisbol y amistades eternas

Aquel domingo de marzo del 2010 decidí romper la rutina y darme un regalo del alma: regresar al estadio de béisbol para presenciar el juego de campeonato de la liga máster entre las Águilas de Eagle Pass y el Club Trípoli de Piedras Negras. Equipos en los que alguna vez vestí el uniforme, sudé la camiseta y compartí momentos que hoy, más que recuerdos, son tesoros de mi vida deportiva.

El estadio —ese viejo coloso eternamente “en construcción” desde que don Daniel Hernández Medrano intentó levantarlo con recursos del sindicato minero de la sección 123— sigue ahí, impasible, con su historia y sus heridas. Localizado en una de las zonas más activas de la ciudad, no ha podido escapar de los enredos legales sobre su propiedad, renta o concesión. Pero esa es otra historia. Lo verdaderamente importante es que, pese a todo, fue un templo de batallas memorables.


El Club Trípoli se coronó campeón con una ventaja clara en el marcador, sellando una temporada de armonía, entrega y respeto entre peloteros, socios y directivos. Un espíritu que se ha transmitido con orgullo de generación en generación. Las Águilas, dignos rivales, vendieron cara la derrota; fue hasta las últimas entradas cuando el pitcheo cedió ante la ofensiva implacable del Trípoli.


No vengo a hacer una crónica del juego, sino a compartir la dicha que me dio vivir nuevamente el ambiente único del deporte de mis amores, y sobre todo, reencontrarme con tantos rostros queridos, compañeros de antaño, amigos de siempre.


Las porras no decepcionaron: matracas, sirenas, trompetas, gritonas profesionales y hasta un silbato de ferrocarril que nos hizo vibrar (y sufrir) cada jugada. El día era perfecto. Lo comentaba el Lic. Jesús Mario Flores Farías, quien animaba la porra tripolita junto a su padre, nuestro entrañable Chuy Mario, pilares y alma del club. Lo acompañaban también mi querido Nene Estrada, relajado bajo su sombrilla playera —siempre fue un gusto verlo tan bien en aquella época—, la Chuta Guzmán, Rogelio González, José Ángel y su padre Don Alfredo, los hermanos Yamanaka, Lico Maldonado y su señora, y muchos otros socios y fieles que han hecho del Trípoli una familia. Algunos ya se nos adelantaron en el camino dejando su esencia en los suyos, otros siguen aqui, fieles al beisbol.


Abrazo a abrazo, saludo a saludo, revivimos glorias y carcajadas, complicidades y jugadas de antaño. 


Cuántos recuerdos caben en una tarde…


Cuando el sol empezó a apretar —por allá de la quinta entrada— me refugié en las sombras de los “palcos”, donde aproveché para ir a felicitar a dos grandes del béisbol local: Enrique “Pilón” Martínez y Gilberto “Pily” Martínez, quienes recibieron un homenaje de la liga por su destacada trayectoria. Ex compañeros de trabajo y diamante, los Martínez han dejado huella en nuestra historia deportiva. Fue emotivo verlos rodeados de su familia, sus amigos del Club Atoyac, y recibir los aplausos mientras los jugadores hacían una valla de respeto.


En el receso aproveché para saborear unos tacos deliciosos y buscar un nuevo rincón desde donde seguir el juego sin que el sol me castigara. Encontré el mejor sitio con Oscar y Lalo Muñoz, en compañía de Francisco “Kiko” Castro y Manuel “Chiva” Valadés. Viejos lobos del béisbol, disfrutaban del juego entre anécdotas, críticas sabrosas de cada jugada y las ocurrencias de Kiko, que siempre arrancan carcajadas. El partido ya estaba definido, así que nos dejamos llevar por la charla y el recuerdo.


Trípoli fue justo campeón. No hay duda. Un reconocimiento merecido a jugadores, directivos y socios que cada año sostienen con pasión y entrega el prestigio de su club. En especial destaco a mi querido amigo de la infancia, José María Cortez, quien bateó de 5-5 como en sus mejores tiempos; a los hermanos Chalios Rodríguez, dueños del montículo; al Nake Ávila, con su experiencia siempre oportuna, y al incansable Augusto Sabido, quien corrió las bases como si el tiempo no pasara.


Fue un domingo de esos que uno guarda con cariño. Un día de béisbol, sí, pero también de reencuentros, de memorias vivas, de amistades que no se oxidan.

Uno de esos días que, más que vivirse, se agradecen… y que urge repetir.


Javier Zacarías 

11 de octubre de 2025

Crónicas…


Bajo el cielo del Terraza Villarreal

“Llévense la bolsa de esquites y las sodas al cine, ahí las venden muy caras”, nos decía mi abuela aquellas noches de verano, cuando junto a mis hermanos y los primos de nuestra edad nos permitían ir solos —sí, solos y a pie— al Cine Terraza Villarreal. 
Nuestros padres se daban un respiro, y nosotros brincábamos de gusto rumbo al cine, cargando la bolsota del número 25 llena de palomitas y las “cocas” escondidas entre los holgados pantalones.

Los empleados del cine ya sabían de nuestro “contrabando” de dulces y refrescos. Se hacían los desentendidos y hasta sonreían al vernos pasar.

Aquel cine era todo un monumento de nuestra frontera. Un edificio amplio donde, bajo el cielo estrellado, se proyectaban las películas más actuales de aquellos tiempos: Tin Tan, Cantinflas, Pedro Infante, Luis Aguilar, Raphael, Rocío Dúrcal…
La pantalla era de concreto, las butacas de fierro pintadas de celeste —para aguantar las lluvias—, y aunque se calentaban con el sol, a nadie le importaba. Lo nuestro era disfrutar, encontrarnos con los amigos y sentir la magia del cine al aire libre, sentados en las primeras filas, riendo y soñando.

Aquel lugar fue uno de los pocos centros de diversión familiar que teníamos en Piedras Negras, y todavía al recordarlo, se me dibuja una sonrisa. Fueron días felices, simples y llenos de vida.


La Nogalera y el río que cantaba

La Nogalera era otro de esos rincones entrañables. Ubicada a orillas del Río de La Villita —el Río Escondido—, justo bajo el puente de La Villa. Quienes vivieron aquí por los 60’s saben de lo que hablo: aquel sitio tenía todo para pasar un buen rato en familia.
Resbaladeros de concreto, pasamanos, columpios, paseos a caballo y, por supuesto, los lugares para la carnita asada o el guiso en la paila.

Pero lo mejor no era el lugar, sino la convivencia. Los domingos esperábamos ansiosos para ir, buscando llegar temprano y alcanzar buen sitio. El río corría entonces con fuerza, limpio y alegre. Había hasta “piélagos”, y los papás nos vigilaban de cerca para evitar que algún remolino travieso nos jugara una mala pasada.

Quién diría que aquel río caudaloso, que hoy apenas es un arroyito y que hace poco mostró su fuerza con la inundación en Villa de Fuente, era en aquellos tiempos un auténtico paisaje vivo… un pedazo de paraíso natural donde crecimos felices.


Eagle Pass: la otra mitad del paseo

Y díganme la verdad… ¿a poco no disfrutaban cruzar a Eagle Pass con sus mamás?
Bueno, yo no tanto —por eso de las caminatas eternas y las esperas en las tiendas—, pero lo hacía con gusto porque sabía que venía la recompensa.

La aventura empezaba desde el puente internacional, aquel de pura estructura de fierro. Ya del otro lado, el recorrido era sagrado: el sótano de la tienda Kress, con su juguetería mágica; Newberry’s, donde además de juguetes había una fuente de sodas que calmaba la sed de tanto caminar por la Main Street; el HEB del centro, las tiendas donde mamá daba los abonos, y al final… una nieve en la Farmacia Rexall. ¡Eso sí era cerrar con broche de oro!

Cuánto disfruté a mi madre en aquella época, aunque me trajera camine y camine entre tiendas y pláticas con sus amigas. Hoy lo recuerdo con el corazón apretado, pero lleno de gratitud.


Chamacos… hoy hay beisbol, y las cervezas se estarán enfriando desde temprano para disfrutarlo enormemente en Le Club.

27 de septiembre de 2025

El Centauro del Norte…


Éramos buenos muchachos, de esos que sabían portarse bien. Estudiábamos con disciplina, cumplíamos nuestras obligaciones como estudiantes y como hijos, y siempre teníamos presente el esfuerzo de nuestros padres, que con tanto sacrificio nos mandaban a estudiar fuera de nuestra tierra. En Guadalajara llevábamos una vida ordenada, con la frente en alto y con la dignidad de quienes saben que no pueden fallar.

Pero también, no nos hagamos, éramos jóvenes. Alegres, deportistas, bullangueros cuando se podía, y claro que había fiestas, reuniones y alguna que otra escapada. Nada fuera de lo normal, nada que nos metiera en líos mayores; simplemente la vida alegre de la juventud, que también merece su espacio entre libros y cuadernos.


Una noche, de esas que se guardan en la memoria, decidimos salir casi todos los que vivíamos en la casa rentada. Íbamos de bar en bar por San Juan de Dios, entre pláticas, risas y canciones. La pasábamos de lo mejor hasta que, de pronto, uno de nosotros desapareció. Lo buscamos por todos lados: en bares cercanos, en la calle, preguntamos a taxistas… y nada. Hasta que alguien nos dio la pista: “Chequen en los separos, a tres cuadras de aquí, no vaya a ser que lo tengan ahí guardado”.


Allá fuimos, medio incrédulos, pero con la esperanza de encontrarlo. Al revisar el registro, su nombre no aparecía en la lista de detenidos. Ya estábamos por ir a un hospital cercano cuando, de repente, desde una ventanita oscura se escuchó esa voz que todos conocíamos:


—“¡Flaco, aquí estoy! ¡Aquí estoy, Flaco!”


Volteamos todos al mismo tiempo y estallamos en carcajadas de alivio. Efectivamente, era él. Volvimos a hablar con el oficial y nos dimos cuenta de por qué no lo encontrábamos en la lista: nuestro amigo había decidido ponerse otro nombre. Cuando por fin salió, con sus cosas en la mano y la sonrisa intacta, nos contó lo ocurrido.


Resulta que lo habían detenido por caminar con una cerveza en la mano, y al momento de dar su nombre, para “no quemarse con la raza de la escuela”, se le ocurrió dar un alias: “Doroteo Arango”. El policía lo miró raro y hasta le dijo que ese nombre se le hacía muy conocido, que parecía que ya había caído antes alguien con ese mismo nombre. Nuestro amigo, con toda seriedad, le juró que era su primera vez.


El ingenio y la ocurrencia nos hicieron reír durante días, y aún hoy, cuando sale esa anécdota en las reuniones, las carcajadas vuelven como si todo hubiera pasado ayer.


Porque al final, así era la vida universitaria: entre el estudio y la responsabilidad, se escondían esas historias alegres que nos unieron y nos marcaron para siempre. Y quizá lo más valioso de todo es que hoy, al recordarlas, entendemos que no eran solo travesuras, sino momentos que nos enseñaron a vivir con gratitud, amistad y la alegría sencilla de ser jóvenes.

20 de septiembre de 2025

Los amigos de la infancia…

Por: Javier Zacarias


A mediados de los años 60, cuando los días transcurrían más despacio y la infancia parecía infinita, comenzaba a tomar forma la Liga Infantil de Béisbol Municipal en mi querido Piedras Negras. Los partidos se jugaban en un pequeño parquecito ubicado por la avenida López Mateos, justo detrás de donde está un negocio de paneles solares. Era un campo sencillo, pero para nosotros, era nuestro estadio de grandes ligas.

Aquellos días tenían un sabor muy especial. Las familias llegaban completas, cargadas de ánimo, sillas plegables y bolsas con fruta fresca. Al terminar los juegos, se compartían sandías, melones, elotes y jícamas como si se compartieran pedacitos de vida. Reinaba esa hermandad pura que solo se conoce en la provincia del norte de México, donde el calor humano es tan generoso como el del sol.

Nuestro primer equipo fue “La Voz del Norte”, patrocinado por el periódico más leído de la época, cuando todavía no llegaban al pueblo los hermanos Carlos y Francisco Juaristi con su periódico El Zócalo. Más tarde ellos también patrocinarían equipos infantiles, contagiados por esa fiebre hermosa de formar a los niños con bat y guante, enseñándoles no solo a batear, sino a crecer en equipo.

Nuestro mánager era don Pedrito Pérez, un verdadero caballero. Tenía una dulzura que contrastaba con el carácter que se requería para dirigir un equipo. A diferencia de otros entrenadores, él no levantaba la voz ni regañaba: educaba con palabras de aliento, con una mano sobre el hombro, con un aplauso sincero o una caricia en la cabeza. Esa forma suya, tan distinta, sembró en nosotros el amor al béisbol y, sin quererlo, nos enseñó a ser mejores personas.

Vivía en la Colonia Americana, y ahí nos citaba al inicio de cada temporada para entregarnos aquellos pesados uniformes de pana que nos hacían sentir profesionales. Su esposa, siempre amable, nos recibía con galletas, leche o un refresco.

Evoco con afecto a muchos de esos compañeros de vida y diamante: Leobardo González, Chema Cortés, Gaby Estrada, Carlos Cruz, Lalo Riojas… y tantos otros cuyos nombres siguen guardados en el corazón.

Cuando don Pedrito se retiró, quien tomó la estafeta fue “La María” Vargas, al frente del equipo de la Farmacia Infantil. Ahí también jugaba mi entrañable amigo José María Cortés Yosikawa, con quien compartí no solo el uniforme, sino aventuras que aún hoy nos hacen reír entre la nostalgia.

Una de esas ocurrió cuando íbamos a recoger los uniformes a la casa de “La Maria” para la temporada. Chemita, con esa impaciencia que siempre lo ha caracterizado, me dijo:

—“¡Vamos a llegar primero por los uniformes, flaco, para escoger el número que queramos!”

Y allá vamos, bajándonos del camión urbano frente a la Minerva. Íbamos corriendo para cruzar la calle para el callejón que ahora lleva a Gutiérrez… yo cruce la avenida Carranza sorteando unos carros y Chemita titubeó. Al intentar seguirme, en su desesperación por cruzar la calle, terminó estampado de frente, cuan flaco era, contra el costado de una patrulla de policía que justo pasaba por ahí.

¡Una patrulla, nada menos! —diría más tarde don Ernesto, su papá— “¿No le pudiste atinar a otro carro, Chemita?”

Golpeado los policías se lo llevaron en la famosa “Julia” al Hospital Civil por si las dudas y para evitar que su papá armara el alboroto que ya se veía venir mientras yo corriendo fui avisarle a nuestro manager de lo ocurrido y de inmediato nos fuimos al hospital Civil en su carro. Por suerte, solo fue un chipote y unos raspones. Nada serio. A final de cuentas, éramos de hule en ese tiempo… ¡carajo!

Y cómo no recordar también a nuestro fan eterno: Pedro “La Pira” Yosikawa, tío de Chema. Cuando digo “fan de toda la vida”, lo digo con el corazón. “La Pira” nos siguió desde nuestros juegos con La Voz del Norte y Farmacia Infantil, hasta nuestros años en la liga de veteranos, alentándonos incluso en los campeonatos con el Club Trípoli. Siempre ahí, bajo el sol o bajo la sombra, aplaudiendo con esa lealtad que solo los verdaderos afectos conocen.

Gracias, querido Pira. Te recordamos con gratitud y cariño, como si nunca te hubieras ido.

Cómo se añoran esos tiempos… cuando el tiempo parecía correr despacio, sin prisa, como si nos diera permiso de saborear cada instante. Eran días en que las horas se llenaban de risas y juegos sencillos, de amigos que se sentían eternos, de la familia que siempre estaba cerca, marcando con su cariño el rumbo de nuestra vida.

Recuerdo cómo la vida se sentía ligera: las tardes parecían interminables, el sol se escondía despacio y cada momento tenía un valor único, aunque en ese entonces no lo supiéramos. Hoy, al mirar atrás, uno entiende que la verdadera riqueza estaba ahí: en los abrazos de la familia, en las voces de los amigos, en esa inocencia que nos hacía creer que el mundo era seguro y bondadoso.

Nuestra infancia no fue perfecta, pero tuvo esa magia que ahora se extraña, esa calma que hoy parece tan lejana en medio de la prisa y el ruido. Por eso, evocarla no es solo recordar, es también volver a sentir un poco de esa paz, de esa alegría sencilla que nos enseñó a vivir.

13 de septiembre de 2025

Le Tour de Nava…

Por: Javier Zacarías 


En aquellos años felices y sin frenos, pertenecíamos a un club de ciclismo llamado Club Halcones de Piedras Negras. El alma de ese club era Fidencio, dueño de un taller de bicicletas y motos localizado por la calle Guerrero, entre Galeana y Victoria. Ahí mismito donde hoy uno pasa y todavía se alcanza a oler el aceite quemado de los buenos tiempos.

Mis amigos y yo éramos los más chiquillos del club. Las verdaderas estrellas eran los adultos como Juan Abel Hernández, Checo Gonzalez y Lalo Ramírez entre otros amigos de su rodada, que se paseaban en motocicletas pesadas con manubrios altos, al más puro estilo Rebeldes sin Causa. Nosotros, humildes ciclistas de banana, los veíamos como si fueran los Avengers en dos ruedas.

Fidencio organizaba carreras locales bien ambientadas. Una de las más recordadas era la de la calle López Mateos: desde la Carta Blanca (donde ahora hay un centro comercial) hasta Román Cepeda (donde estaba el restaurante El Mezquite). Se armaba tremendo ambiente. Las aceras llenas de gente, la raza echando porras, y uno ahí, echándole pierna como si fuera Greg LeMond.

Primero corríamos los de las bicis bananas —chiquillos con sueños grandes— y luego venían los mayores, con ciclistas de toda la región midiéndose contra los nuestros.

A pocos días llegó el anuncio: la carrera del año. Nada menos que el Tour de Nava, edición de petatiux. Una competencia histórica en la que, por primera vez, se correría de Piedras Negras hasta Nava por la carretera 57. Los mayores harían la ruta completa de ida y vuelta, y nosotros, los juveniles, hasta la garita del kilómetro 22 y de regreso a la meta frente a la escuela Altamirano.

¡Estábamos emocionadísimos! 

Tanto que entrenábamos todos los días. Dábamos vueltas como trompos en la plaza principal y en las noches, por la López Mateos. Pero nosotros queríamos más. Y a alguien —yo no fui, conste— se le ocurrió la brillante idea de practicar la ruta real: de Piedras Negras al kilómetro 22… ¡por la carretera! ¿Qué podía salir mal?

Sin avisar a nadie, un sábado en la mañana salimos en bola desde casa de Balo Hernández. Le dijimos a nuestros papás que andaríamos jugando basket en el gimnasio municipal (clásico pretexto de los inocentes con planes turbios). No había celulares, así que vivíamos libres de toda vigilancia satelital. ¡Qué tiempos!

El escuadrón lo formábamos: Balo Hernández, La Rana de la Paz, Óscar de los Santos, Víctor Herrera, Homero Hernández y yo. Con nuestras bicicletas bananas y mochilas de esperanza, nos lanzamos carretera abajo. Era un sábado soleado, sin MICAREs, ni termoeléctricas, ni camiones carboneros en el camino. Pedaleábamos felices, con el viento en la cara y sin noción de peligro. Balo, siempre el más fuerte del equipo, pronto se nos despegó.

En las curvas de Río Escondido (cuando aún no existía el paso a desnivel), los camiones de carga y trailers nos pasaban rozándo. La carretera era de un carril, sin acotamiento. Lo más cercano a una orilla era un zacatal a media pierna.

Llegamos a la garita del kilómetro 22… y a punto de regresar, a alguien se le ocurrió la bendita idea (yo no fui que conste) que le diéramos hasta Nava. Nos miramos y, sin decir palabra, cruzamos como bólidos la garita hacia aquella ciudad por el carril contrario. La puerta estaba abierta, ¡y el espíritu aventurero se nos salió del pecho! Ya encarrerados, nos fuimos con risas nerviosas y corazones latiendo como tambora.

Ya en Nava, nos sentamos en un estanquillo a echarnos una semita y una soda. El señor del local, entre divertido y extrañado, nos regaló unos aguacates  de la región, un manjar naveño que comimos con su cáscara y con galletas saladas. ¡digno de ciclistas épicos! Luego nos tiramos a descansar en la plaza, bajo unos álamos que, honestamente, no recuerdo si existían o si los inventó la emoción.

Antes de regresar, nos detuvimos en el letrero de “Bienvenidos a Nava”. Óscar de los Santos sacó un plumón y ahí, como buenos pioneros del grafiti norteño, pusimos nuestros nombres. “Esto es para la posteridad”, dijimos entre risas.

Pero el regreso… ¡ay el regreso! El sol ya no brillaba igual. Las piernas no daban lo mismo. Y para colmo, Homero, el “riquillo” del grupo traía bicicleta nueva de Western Auto, con diez cambios y piñón trasero de cinco estrellas. Aprovechando la tecnología gringa, se lanzó tras Balo, que ya iba por el kilómetro 10. Nosotros aún batallábamos por el rancho de los Ibarra, donde actualmente está la Coca Cola. La amenaza de llegar tarde se cernía sobre nuestras cabezas… y peor aún: la posibilidad real de una cintareada legendaria.

Y justo llegando a la Villa… ¡que diviso el carro de mi mamá!

Con esos hermosos ojos que mezclaban un susto contenido con un coraje disimulado, me bastó con verla para saber que la había regado. No dijo nada más que un calmado pero asesino:

—“N’hombre… n’hombre… ¡qué bárbaro!”

Subimos las bicis a la cajuela de su carro. Yo, con cara de perro regañado, apenas aguantaba la risa de los otros. Nadie decía nada. El silencio en ese carro decía todo. Yo pensaba: Qué bueno que nos recogió… ya venía fundido, pero ni se me ocurrió abrir la boca, so pena a ganarme un zape entre ceja, oreja y madre.

Después supe que el informante fue Chuy López, un trailero que le traia la fruta a mi papá desde Monterrey. Al vernos por la carretera, le llamó muy alarmado desde la garita aduanal a la Frutería. Nuestros papás ya estaban vueltos locos y nosotros desaparecidos.

Cuando llegó mi papá, me echó la mirada #3, esa que decía: “La riegas diamadre”. No me soltó ni una palabra. Pero esa mirada… ¡uff! Me dejó temblando.

¿Y qué creen? Al día siguiente, mi bicicleta banana desapareció misteriosamente. Oficialmente, quedé fuera del Tour bananero de Nava.

No me dolió tanto perderme la carrera… como ver la preocupación en los ojos de mi mamá. Esa sí me pegó más que cualquier regaño.

Nota de la redacción: La bicicleta apareció milagrosamente una vez concluido el evento.

Pero la moraleja quedó grabada: Una aventura bien contada siempre vale el susto… y la regañada.

6 de septiembre de 2025

Caminito de la escuela…

 


Mi hermana Gloria y yo estuvimos en la Escuela Primaria Federal “Prof. Rafael Ramírez”, ubicada sobre la calle Cuauhtémoc, entre Matamoros y Terán, justo frente a la casa del doctor De Luna y a media cuadra de nuestros eternos rivales de la escuela Modelo.

El camino de regreso a casa era mucho más que un simple trayecto: era una costumbre sagrada, una escala obligada —pero siempre cargada de intención— en la casa de mi abuelita, que quedaba rumbo a nuestro hogar, en la calle Terán entre Galeana y Victoria, allá en la parte alta donde hoy el doctor Gabriel González Guajardo renta a Laboratorios Zamarrón. Allí, “Kia” y yo a diario irrumpíamos con entusiasmo en la cocina donde Doña Simonita, quien con ese cariño cálido y desbordante que la distinguía, nos recibía con una sonrisa que nos iluminaba el día. Horneaba sus empanadas de calabaza y decía que eran para todos, pero nosotros sabíamos muy bien que en realidad las hacía pensando en nosotros.


En esa casa había un cotorro en su jaula, acomodado en el balcón que daba a un gran patio con árboles inmensos. Era su compañero de charla y de canto. El condenado pájaro era corajudo y nomás a ella le respondía. Recuerdo como si fuera ayer cuando un día se salió de la jaula y se fue directo a los árboles, emplumado y altanero, gritándole a mi abuela desde lo alto. Ella, con toda la ternura del mundo, le pedía que regresara… y lo hizo, claro, pero solo cuando le dio su regalada gana, después de que mi güelita se desgañitó todo el día llamándolo.


En la azotea, mis tíos habían montado su improvisado gimnasio de box: costal, perillas, guantes de todos tamaños. Un día mi tío Mando —que años más tarde sería mi compadre— me puso los guantes y se dio el lujo de soltarme un madrazo en la boca, uno tan bien puesto que me hizo chillar con un alarido digno de Neymar cuando lo tocan. De dos en dos subió mi abuela las escaleras, abrazando a su “conse”, y le exigió a mi tío: “¡Pon la cara!”. Luego, con tono solemne, me instruyó: “Dale un trancazo m’hijo, y dale bien fuerte”. Después de consumada la venganza, bajó secándose las manos en el delantal, orgullosa del triunfo de su nieto.


¡Cómo añoro esas caminatas diarias con mi hermana! Mochilas cargadas de libros de texto gratuitos y la cabeza aún más llena de sueños. No sabría decir si yo la cuidaba a ella o ella a mí, con esa madurez natural que siempre tuvo. Prefiero pensar que nos cuidábamos mutuamente… como lo seguimos haciendo hasta hoy, aunque la distancia se empeñe en interponerse sin lograr nunca alejarnos del todo.


En esos tiempos, ni pensarlo que nuestros padres nos llevaran en carro a la escuela: eso no se usaba. “¡A caminar, m’hijo! Y abusado porque llevas a tu hermana”, era la orden diaria de mamá, siempre acompañada de su beso tronado, su apapacho, un pellizco en el cachete, el lonche bien envuelto y el “tostón” para el recreo.


Entonces la escuela se iba en dos turnos: mañana y tarde. Nada que ver con ahora, que a las dos ya están de regreso, desparramados frente a la tele o el celular hasta que se les borra el sueño.


Hace unos días pasé por donde estuvo esa vieja escuela y me llovieron los recuerdos como cascada: los compañeros de salón, las travesuras, los gritos en el recreo, y esa alegría limpia que solo la infancia sabe dar.


Corrían los años sesenta, y participar en educación vial era un privilegio. Montados en aquel banco amarillo, con casco y banda cruzada al pecho, nos creíamos verdaderos agentes de tránsito en la esquina de Cuauhtémoc y Terán, controlando el tráfico —ese tráfico pesado de bicicletas, carritos y chavos a pie— para que nuestros compañeros cruzaran seguros a la escuela.


Recuerdo con ternura las cooperativas, a los maestros, al director, los salones con olor a gis y madera vieja… y sobre todo esas caminatas interminables de ida y vuelta con mi hermana, compartiendo sueños, cuentos y empanadas.


Mi infancia… qué feliz y lejana suena ahora. Pero sigue viva dentro de mí: en los amigos que todavía frecuento, en las calles polvorientas de mi barrio querido, en ese sabor a pueblo que jamás me abandona. Momentos mágicos que conservo intactos, como un tesoro de luz en medio de los días.

2 de septiembre de 2025

¡Pampapapá!

Por: Javier Zacarías


 —¡Pampapapáaa! —gritaba el chamaco con las lágrimas hasta el cuello, cuando sus papás regresaban a casa después de haberlo paseado por la ciudad con la esperanza de que se calmara y, al fin, se durmiera un ratito. El grito lo soltaba con toda el alma, y así podía durar horas, hasta que el sueño por fin lo vencía y le daba tregua a la noche.

La pareja, confundida, analizaba letra por letra ese balbuceo infantil, tratando de descifrar el mensaje oculto en ese grito que se volvía parte de la rutina. No sabían qué significaba exactamente… solo que así eran las noches. Benditas, agotadoras, inolvidables.

Después de la jornada de trabajo, el papá llegaba a casa y era recibido con la emoción de quien aguarda una promesa: “a dar la vuelta en la camioneta”. Ese paseo corto —pero inmenso en significado— recorría las calles tranquilas de un Piedras Negras que dormía temprano, con olor a tierra mojada y banquetas recién regadas por las señoras del barrio. 

Las mecedoras salían a las aceras, se encendían las charlas de vecinos y los saludos brotaban de acera a acera como ráfagas de cariño:

—¡Adiooos! —gritaban con alegría los caminantes, los de la bicicleta y hasta los automovilistas que pasaban lentamente.

Todo era paz. Todo era pueblo.

Mientras tanto, la pareja seguía su paseo nocturno por un Piedras Negras de antaño, callado y sereno. No más de una hora duraba “la vuelta”, pero bastaba para llenar el alma de recuerdos y el corazón de barrio.

Pasar por la Pepsi-Cola era uno de esos momentos mágicos. Desde las jardineras de mosaico café que rodeaban el edificio, uno podía mirar los ventanales donde se embotellaba la bebida.

Era hipnótico ver la maquinaria en acción y a los trabajadores vestidos de blanco hacer su labor con destreza y ritmo.

Un poco más adelante, rumbo al centro, estaba el legendario local de “Las Trancas”, la fuente de sodas más famosa del pueblo.

Ahí se reunían los jóvenes a platicar, a presumir prospectos de noviazgo y a vivir su propio ritual social.

Tenía piso de piedra, mesas y sillas de madera como de jardín, y un patio lateral que alguna vez fue un agradable y fresco rincón.

Frente a “Las Trancas” se erguía majestuoso el Cine Terraza Villarreal, con su amplio estacionamiento lateral de ocho lugares —suficientes en aquellos tiempos.

Las paredes acortinadas dejaban pasar el aire y alguna vez se pintaron de colores para dar un toque alegre al lugar.

Tener ese cine en nuestro pueblo era símbolo de progreso.

Piedras Negras estaba creciendo.

—¡Déle pa’ la cuesta de Las Gringas, papá! — pedían los niños con entusiasmo.

En aquellos tiempos, hablar de usted a los padres era símbolo de respeto… hoy dirían que qué “oso”.

Subir esa cuesta era toda una aventura. De bajada, levantábamos los brazos como en montaña rusa.

Nunca supe bien por qué le decían así a esa curva frente a Soriana. Decían mis tíos que unas gringas, luego de “derrapar” por algún nigropetense, también derraparon su carro en esa curva cuando venían del Chago’s.

—¡Se partieron toda la maceta! —contaban, carcajeándose.

Cuando había con qué, el paseo se alargaba hasta llegar al Chacalito, tajaban de tacos con el sabor más memorable de la infancia.

Pintado de verde con logos de Coca-Cola y con un estacionamiento entre tierra y huizaches, era punto de encuentro y antojo.

El Restaurante Olivo era otro de cajón. Enseguida de las ruinas de la antigua Plaza de Toros, ese restaurante fue testigo de muchas comidas en familia y claro; en nuestra juventud, lugar de reunión después de los bailes. Las desveladas eran autorizadas por nuestros padres en esos días.

Sí señor, ahí donde ahora están Salinas y Rocha y donde estuvieron los Cines Gemelos Cavisa, estuvo un día la plaza de toros.

¿Quién lo diría?

Algunas tardes, mi papá nos sorprendía con una escapada a corretear pelotas.

Una vez fuimos al antiguo aeropuerto de Piedras Negras, ubicado junto a donde estaban los terrenos de la Feria del Sol y actualmente Seguridad Municipal.

El hangar era una construcción de lámina…

Pero teníamos aeropuerto.

El pueblo estaba creciendo.

Recuerdo haber correteado una pelota de fútbol hasta dejarla pelona, raspada por el caliche, y después guardarla con cariño en aquellas redes que usábamos para los balones.

Sencillo, pero imborrable.

Y de regreso…

Al bajar la loma de la Villita, por donde estaba el Gas Morales, la camioneta agarraba vuelo.

Al cruzar las vías de ferrocarril a toda velocidad, la caja resonaba como trueno.

Y entonces, el chamaco soltaba su grito triunfal:

—¡Pampapapáaa!

Los papás se volteaban sorprendidos… y soltaron una carcajada tan sincera que se escuchó hasta el Campestre.

¡Claro!

Eso era lo que quería el güerco. Ese brinco, ese ruido de la caja de la camioneta le hacía el viaje emocionante…

Ese momento de emoción que traducía con su grito: ¡Pampapapá!

Tan sencillo era ser feliz.

Tan fácil era vivir en familia.

Cada quien pa’ su santo…

Por: Javier Zacarías 


En nuestro Círculo Social Deportivo Piedras Negras, el dominó no es nomás un juego: es un deporte de alto riesgo… de perder dinero y amigos.

Porque cuando alguien no juega bien, su compañero no se guarda nada: lo surte de regaños como si fuera niño malcriado, y lo hace con esa voz fuerte que se oye en la barra y algunas veces hasta la palapa.

Jugar de compañeros al dominó es una delicia, pero también es un arte. Aquí se juega la honra, el prestigio y hasta la reputación de la colonia donde vives. No basta con tirar la ficha, hay que saber acompañar, sacrificarse, respetar la mano y pensar como pareja. Si fallas, pues ni modo, regularmente pierdes. Pero si además de eso te pones a tirar basura porque estabas más entretenido viendo el marcador de béisbol en la tele, revisando el WhatsApp, chismeando en Facebook o, peor tantito, poniendo mas atención y entrometiéndote en los chismes que se platican en la barra… entonces ya te cargó el payaso.

Ahí es cuando viene el sermón. Y no cualquier sermón, sino de esos que te hacen recordar cuando tu mamá te gritaba desde la puerta: “¡Te estoy hablando, mocoso!”.

Y en medio del silencio de la mesa aparece la voz firme de Juan Maldonado, mi querido roomaid, que sentencia con desprecio:

“¡Cada quien pa’ su santo!”

Con eso basta y sobra. Traducido al lenguaje dominó del Círculo Social: “Eres un compañero inútil, juega tú solo y que Dios te agarre confesado”.

Hay otros “reclamos clásicos” como aquel que decia nuestro socio Jorge Villarreal QEPD y que de muy mal humor por una mala jugada del compañero decia “hacen hablar a un mudo”! Jajajajaja

Lo bueno es que aquí los regaños duran lo que dura una carcajada. Porque después de la queja vienen las risas, los aplausos irónicos, los “¡ándale compadre, riégala otra vez pa’ perder más rápido!” y hasta la promesa de que la revancha se va a jugar con más calma… (aunque todos sabemos que a la segunda cerveza ya nadie se acuerda de la estrategia).

Así es el dominó en nuestro Círculo Social: entre fichas mal tiradas, fuertes golpes  a la mesa, reclamos, gritos, risas y chascarrillos. Un espectáculo donde cada error se cobra con burlas, pero también con cariño. Porque lo cierto es que, al final del día, no se juega por las rayas… se juega por la amistad, por el relajo, y por esas frases inmortales que se quedan retumbando como eco de cantina.

Y la más famosa de todas, la que nunca falta, la que se ha vuelto casi nuestro himno:

“¡Cada quien pa’ su santo!”

Heroes sin aplausos…

Por: Javier Zacarías 


He visto jugadores buenos, malos y peores… igualito que a los ampayers. La diferencia es que a los buenos jugadores se les aplaude, se les carga en hombros, se les invita a las carnes asadas. Pero a los ampayers… a esos ni las gracias les damos.

Parece que hay que esperar a que se nos muera uno para reconocerle algo: una placa, un minuto de silencio, una medalla entregada a la familia que tantas veces lo regañó por “andar perdiendo el tiempo ampayando”.

Dicen que cuando no notas al ampayer durante un juego, es porque hizo bien su trabajo. ¡Y vaya que es cierto! Pero aunque pasen desapercibidos, su labor es fundamental. Sin ellos, simplemente no hay juego. Y como a cualquier pelotero, también les hace falta reconocimiento.

Aquí en Piedras Negras, escasean los buenos ampayers no por falta de pasión, sino porque no hay condiciones: poca paga, cero respaldo y demasiados gritos. Solo los que traen necesidad… o traen el béisbol en la sangre, se animan a entrar al diamante a soportar el sol, el cansancio y, sobre todo, los insultos.

Porque hay que decirlo: abundan los que confunden el beisbol con un desahogo personal. No van a disfrutar el partido, van a gritarle al ampayer, a hacer sentir su frustración. Y ahí están ellos, firmes, soportando como verdaderos guardianes del juego.

Hace tiempo, en la final de veteranos en Eagle Pass, el buen Manito Mallen hizo tremendo trabajo detrás del plato. Claro, recibió reclamos de los dos lados (porque eso nunca falta), pero no influyó en el marcador. Allá la cosa es diferente: hay más disciplina, más respeto y también mejor paga.

En ese mismo juego hubo peloteros que fallaron en momentos clave —un mal tiro, un ponche con casa llena, un fildeo titubeante— y nadie les dijo nada. Al contrario: sus compañeros se acercaron, les dieron palmaditas y hasta abrazos. Pero que no se equivoque el ampayer, porque entonces sí: ¡que se agarre! Le cae encima toda la frustración acumulada entre semana.

Así no se puede.

Si queremos tener buenos ampayers en el softbol y el beisbol local, hay que apoyarlos, darles su lugar y pagarles lo justo. Eso les toca a todos: ligas, directivos, equipos y hasta los que venden las sodas. Porque si los nuevos prospectos ven cómo se les trata, ¿quién va a querer animarse a entrarle al ampayeo?

Hay que dignificar esa figura. Reconocerlos en vida, no sólo en la despedida. Aplaudir su trabajo cuando lo hacen bien, como a Mallen, y también entender que, como cualquier jugador, pueden equivocarse. Porque estar ahí, en el centro del diamante, ¡está canijo!

La próxima vez que un hombre de azul esté al frente de un juego, pónganse en su lugar. No son invisibles: son parte esencial del beisbol. Y aunque no reciban aplausos, merecen respeto.

#PiedrasNegras

#beisbol

#Deporte

28 de agosto de 2025

Degradación Política…

Por: Javier Zacarías 


Lo que vimos ayer en el Senado de la República con Noroña y Alito es la prueba más clara y contundente de la degradación política que hoy vivimos en México. No basta con que sean corruptos, ineptos, comunistas, y que promuevan la impunidad con descaro, como no basta que representen a partidos que durante décadas saquearon y humillaron a nuestro país. No. Encima de todo eso, se permiten el lujo de convertir la máxima tribuna de la nación en un ring de golpes y gritos.

Ambos políticos representan lo peor de la política mexicana. Fíjense bien: lo peor. Y lo más doloroso es que nosotros, los ciudadanos comunes —trabajadores, estudiantes, profesionistas, jubilados— no nos merecemos esto. Pagamos impuestos, cumplimos con la ley, hacemos lo que nos toca, mientras ellos, sin vergüenza ni pudor, pisotean las instituciones y se burlan de la dignidad de México.

No soy miembro de ningún partido, ni seguidor de ningún político. Hablo como un simple ciudadano que desea un país decente. Y desde esa voz sencilla digo: me da vergüenza ver a personajes como estos, que lejos de aportar, sólo manchan más la vida pública.

La llamada Cuarta Transformación ha resultado ser una banda de oportunistas que se enriquecen a costa del pueblo. Y el PRI, con personajes como Alito o el tal Moreira, sigue mostrando esa corrupción descarada que hundió al país por más de 70 años. La realidad es dura: no hay a quién irle. Ni en el Senado, ni en la Cámara, ni en los gobiernos estatales o municipales. Todos parecen cortados por la misma tijera de cinismo y descaro.

Qué decepción. Qué frustración. Qué tristeza ver a México gobernado por esa clase de políticos. México es más grande que ellos, México merece más que ellos. Y ojalá algún día tengamos verdaderos líderes, porque lo de ahora… da pena ajena.

Que se vayan, sí, que se vayan todos a… Chihuahua a un baile! lejos de la política, lejos de un pueblo que ya está cansado de tanta farsa.

Pero también digo esto con fe: la esperanza no está en esos políticos, está en nosotros, en la gente honesta, en las nuevas generaciones que sueñan con un México distinto. Que nunca olvidemos que este país no es de ellos, es nuestro. Y tarde o temprano, serán los ciudadanos quienes escriban la verdadera transformación de México.

23 de agosto de 2025

A esta edad…

A esta edad todavía tenemos la oportunidad de aprender. La vida, con todo y sus pruebas, nos sigue regalando la posibilidad de crecer, de conocer gente nueva, de descubrir tanto las debilidades como las fortalezas de quienes nos rodean, y de ser más conscientes del cuidado que debemos tener con nosotros mismos y con los demás.

Sigo aprendiendo cada día. Y sigo entendiendo que nunca se termina de conocer a las personas ni de comprender sus maneras. Lo que sí he descubierto con claridad es que no debemos ir a donde no nos quieren, ni entregar nuestro tiempo donde no se nos valora. No es sano insistir en estar presentes en lugares, compañías o amistades donde no se aprecia lo que uno hace o lo que uno es.


A esta edad el tiempo es demasiado valioso como para desperdiciarlo en personas u organizaciones que no merecen nuestra energía. Siempre lo supe, lo escuché y lo leí en diferentes momentos de mi vida, pero pocas veces lo apliqué. Uno suele aferrarse a los supuestos amigos, a los compromisos o a los grupos, y en ese afán muchas veces dejamos en el camino a quienes sí nos quieren de verdad.


Con los años también se descubre algo doloroso: la hipocresía de aquellos que en su momento nos llamaron amigos. Mientras todo marchaba bien y no había diferencias, todo lo que uno hacía era correcto y digno de aplauso. Pero basta un desacuerdo, un tropiezo o una opinión distinta, para que esos mismos que sonreían a tu lado comiencen a atacar por la espalda. Esa es la gran herida de la falsa amistad: se alimenta de la conveniencia, no de la sinceridad.


Y también está ese otro tipo de amigos, los que escuchan en silencio todas las críticas y ofensas que hacen de ti, sin defenderte. Esos que callan cuando se debería alzar la voz para poner un alto, y con sus silencios otorgan más poder al chisme o a la ofensa. Esa indiferencia hiere tanto como la traición, porque la verdadera amistad se demuestra en la lealtad, no en la presencia pasiva.


La juventud da la ventaja de equivocarse una y otra vez, y de regresar al camino sin tanta prisa. Pero a esta edad uno debe aprender a reconocer con humildad cuándo no es necesario, cuándo no lo quieren, cuándo no lo valoran. Es una lección dura, pero también liberadora.


Es cierto que con los años se descubren muy pocos amigos verdaderos. Y con tristeza se reconoce que a veces nos aferramos a quienes no nos valoran, mientras los buenos amigos, los que realmente cuentan, los dejamos para después. Y ese después llega tarde o a veces nunca llega.


Pero no todo es decepción. También hay esperanza. Porque a esta edad todavía se puede elegir distinto: se puede elegir la paz en lugar de la discordia, se puede elegir el agradecimiento en lugar de la queja, se puede elegir la compañía de los que nos hacen bien en lugar de los que nos lastiman.


A esta edad ya no hay tiempo para malas caras ni para relaciones desgastantes. El tiempo que nos queda debe ser para disfrutarlo, para vivir con tranquilidad, para construir con serenidad, para escribir nuestra historia con dignidad, para dejar un legado, y sobre todo, para volar hacia los buenos amigos que quizá nos esperaron siempre.


Javier Zacarías