El martes, mientras disfrutábamos del Juego de Estrellas del béisbol de las Grandes Ligas en nuestro Club, volví a ver aquella fotografía donde abrazo con mucho afecto a Don Arturo Rodríguez y a Don Toño Reyes. Y como suele pasar con las imágenes que tocan el alma, se me vinieron en cascada los recuerdos… y quise compartirlos.
Debía tener unos cinco años —allá por 1959— y si no andaba disfrazado de vaquero, con pistolas al cinto, sombrero grande, shorts aguados, piernas flacas y botas vaqueras, andaba montado en mi tractor rojo. Ese tractor, que mi papá me compró usado después de una buena dosis de llantos, berrinches y súplicas, era mi vehículo oficial. Mi corcel. Mi libertad.
Eso sí: no podía bajarme de la banqueta de mi casa, porque la autora de mis días tenía lista una corrección sonora con la mano si cruzaba esa frontera. Así que mi mundo —amplio para un niño, aunque medía apenas una cuadra— terminaba en el Taller Roma, propiedad de Don Arturo Rodríguez y de Carlos Ríos, allá por la calle Sinaloa, a unos pasos del “Arroyito”, hoy la avenida Periodistas.
Eran días felices, de esos que se quedan tatuados en la memoria con tinta imborrable. Me fascinaba llegar al taller con mis pistolas, a “pelearme” con los trabajadores de Don Arturo. Les tiraba “balas”, les pasaba el tractor por los pies mientras trabajaban, y El Chiquilín, El Monstruo, El Sapo y El Gordo salían despavoridos cuando me veían llegar.
Y cuando andaba de buenas, hasta les llevaba plátanos y manzanas —con la complicidad de mi mamá— para ganarme su paciencia y que me dejaran convivir con ellos.
Ellos, eso sí, primero tanteaban el terreno: si yo andaba de genio, se hacían a un lado; si llegaba dadivoso, extendían los brazos para recibir la fruta y, de pasadita, darme un pellizco en los cachetes o un cariñoso coscorrón.
Ahí estaba siempre Chuy Durán de testigo, y Don Arturo, con su sonrisa que decía: “¡Ya viene este a armarnos la revolución!”
Recuerdo bien aquellas pistolas que usaba, con un rollito rojo de cohetes que, al apretarse el gatillo, hacían un estruendo que parecía balazo. Era lo más avanzado de la época… y para mí, era como portar dinamita.
Hoy, a más de 65 años de esas pequeñas grandes aventuras, cuando me topo con Chuy en el Círculo Social Deportivo Piedras Negras, no falta que me salude entre risas diciendo a los socios presentes: “Miren, ahí viene el ratón vaquero, ¡ja ja!”
Algunos decían que Don Arturo tenía un carácter duro, hasta gruñón. Pero a mí nunca me tocó verlo así. Chuy lo describe como un hombre muy humano, con su genio a veces, claro, pero también bromista, noble y cercano.
Me contaba que a Don Arturo le daba mucho gusto recibir la visita de aquellos muchachos que, siendo niños, aprendieron el oficio en su taller. Hoy ya hombres hechos y derechos, con familia y una vida hecha en Estados Unidos, regresaban de vez en cuando solo para saludarlo, para presentarle a sus hijos y decirles: “Este fue el hombre que me enseñó a trabajar.”
Don Arturo me mostró siempre cariño, afecto y un respeto genuino. Nunca necesité pedírselo, él sabía cómo ganarse el corazón de un niño. Me daba consejos cuando los necesitaba, un buen regaño si me desviaba, y su ejemplo, siempre.
No teníamos lazos de sangre, pero yo lo sentía como parte de mi familia. Primero como un vecino entrañable, luego como un mentor, y más adelante como compañero de un club que él ayudó a construir, que cuidó con esmero y que me enseñó también a querer.
Tengo muchos recuerdos con Don Arturo.
Todos bonitos, todos alegres.
Y todos, imborrables.
Dios lo tenga en su santa gloria.
Javier Zacarias
#amistad
#PiedrasNegras
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