25 de julio de 2025

La Juventud que fue nuestra…


 Nosotros, los de la generación de los hippies de ropa holgada y pelo largo (aunque hoy cueste creerlo), evocamos nuestros días de juventud con una mezcla de nostalgia, gratitud y un deseo profundo de que los jóvenes de ahora también sepan disfrutar la época que les ha tocado vivir. 

Que se den el tiempo de grabar en la memoria cada día, cada mañana, cada mirada, cada beso. Porque la juventud —como la vida misma— es dicha pasajera. Así como se es joven por un instante, así también este presente que vivimos se volverá recuerdo.

Cuando pienso en mis años mozos, me traslado sin esfuerzo a aquellos días de preparatoria, cuando el olor a provincia se colaba por las calles de la capital del Estado y nos impulsaba a salir a caminar, a charlar en la jardinera frente al viejo edificio de Correos, o a ir al Cine Palacio a ver “Carrera contra el Destino”. Recuerdo las fiestas de discos en el colegio a media cuadra de la casa, las guitarreadas en los patios del Ateneo, las camisas blancas de algodón bordadas, los pantalones acampanados, los huaraches, los sueños de un México mejor. 

Éramos idealistas: creíamos en la paz mundial, respetábamos a las muchachas, cantábamos a Dylan y a Joan Baez, bailábamos con los Beatles y los Stones… Y por las noches, allá en la casa de asistencia en la Privada Santa Julia, Doña Esther ya nos tenía la cena servida.

Viví mi juventud con intensidad y alegría, como procuro que lo hagan mis hijas, los hijos de mis amigos, mis sobrinos. Me gusta pensar —con la ingenuidad de quien guarda esperanzas— que en algo estoy logrando inspirarlos.

A todo joven que me permite decirle unas palabras, le insisto que no deje pasar la oportunidad de vivir plenamente su juventud. Que se ría con sus amigos, que abrace sin miedo, que diga “te quiero” sin pudor. Que respete a su novia, que sepa que quizá un día ella si no llega a ser su mujer, será amiga de su esposa —porque en este pueblo, todos nos conocemos. Que gaste sus días en juegos, bromas y aventuras, porque pronto —demasiado pronto— le llegará la celosa madurez, esa que llega con sus exigencias y sus cretinas responsabilidades. 

Aún tengo la bendición de saber cuándo alguien me escucha con atención… aunque también sé, por sus miradas, cuándo ya es momento de callar y despedirme con una palmada en el hombro y un saludo a sus padres, algunos de ellos mis viejos amigos.

Hace unos días, mientras mi señora y yo tomábamos un refresco en la Macro Plaza, me quedé observando a los jóvenes de hoy. Algunos daban la vuelta en grupo con sus carros “arreglados”, otros en moto lucían su atuendo con entusiasmo. Algunos caminaban con sus parejas, otros con sus amigos, algunos más con sus familias. Muchos iban absortos, conectados a sus audífonos o mandando mensajes desde el celular. Pensé, con sinceridad, que no me hubiera gustado ser joven en esta época. 

Hoy todo va muy de prisa, el futuro es mañana, y el juguete nuevo se olvida al despertar.

Muchos justifican su rebeldía en la “falta de comunicación” con los padres. En mis tiempos, a mi papá apenas lo veíamos en la noche —y eso si había suerte— porque trabajaba todo el día. Mamá era quien nos traía cortitos, y con el cinturón en la mano si hacíamos alguna travesura. La amenaza de “vas a ver con tu papá” era temida y cumplida. Hoy, los papeles parecen invertidos: los hijos amenazan con irse de casa y los padres se doblegan, movilizando psicólogos, sacerdotes y hasta mentores para evitar el drama. Y al poco tiempo, el joven tiene un iPad y otros un automóvil nuevo en la cochera para calmar su berrinche.

Hoy los jóvenes, a su edad, ya lo han visto todo. El futuro ya no les reserva ningún misterio. Es como si, de pronto, se hubieran vuelto viejos, sin ilusión de nada.

Hoy se crece aprisa, y para cuando la infancia se les cae de las manos, muchos niños ya tienen mirada de viejo.

Nuestra juventud era más… más joven. 

Se respiraba en los campos de Fisher, en las tardes interminables de juegos en la calle Sinaloa, en los vecinos que aún saludo y con quienes a veces me tomo una cerveza. En el viejo IDAO, en mis años rebeldes del Ateneo Fuente en Saltillo, en las andanzas universitarias en Guadalajara.

Y tengo la dicha —porque lo es— de conservar a mis amigos de entonces. 

Algunos ya son cascarrabias, otros conservan el brillo de la paciencia en los ojos. Algunos más, aún tienen esa chispa de eterna juventud en la mirada y en las palabras. Y los que ya partieron, los recuerdo con el mismo cariño que me provocaban en vida. 

Porque ser joven no era tener menos años, sino tener más alma.


Javier Zacarías 

#PiedrasNegras

#Amistad

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