Ahora nos reímos como si nada, pero en su momento fue una de esas vergüenzas familiares que hacen historia.
Déjenme les cuento una de cuando mi hija —la mayor— andaba en plena adolescencia y era fan de ir a las fiestas del Casino Nacional y puntos circunvecinos: que si unos XV años, que si una boda, o cualquier reventón de los de aquella época, donde se juntaban sus amigos bien peinaditos y bien perfumados. Esta vez, fue en un baile de debutantes.La regla estaba clara y firmada casi con sangre: yo pasaba por ella a la UNA de la mañana, ni un minuto más, ni un minuto menos. Y no crean que era una regla al aire, ¡no! Era acuerdo mutuo, con recordatorios toda la semana. Pues bueno, como papá cumplidor que soy, ahí me tenían estacionado desde las 12:55 en punto, camioneta encendida, café en mano y la esperanza de que esa noche saliera a tiempo.
Pero no… pasaban 15, 20, 30 minutos, y nada que salía. Hasta que por fin, quitada de la pena, aparecía con sus amigas y amigos, como si yo fuera Uber. Se subía campante y en el camino de regreso le daba yo el mismo sermón de siempre:
—“Oye, yo tengo compromisos al otro día… no es justo que me tengas aquí esperando, si dijiste a la una, pues a la una”.
Y ella, con su cara de “sí papá, ya sé”, me contestaba lo mismo cada vez:
—“Sí papá, te lo prometo, la próxima sí salgo a tiempo”.
Y claro que no.
La siguiente fiesta, la misma historia. Puntualito como reloj suizo, ahí estaba yo otra vez. Y otra vez, esperas eternas y excusas bonitas.
Hasta que dije: “¡Se acabó! Esta niña va a aprender aunque sea por las malas… o por la pena ajena”.
Así que la próxima vez que la fui a dejar, acordamos —otra vez— que pasaría por ella a la una. Pero esta vez cambié la estrategia: me fui a recogerla en pleno Casino Nacional en pijama colorina, despeinado, y con unas pantuflas de perro escandalosas… esas mismas que ella me había regalado el Día del Padre, según para que me viera “cute” en casa. ¡Ajá! Pues ahora venía la venganza.
Llegué a la mera una en punto, me bajé de la camioneta, crucé la calle como todo un modelo de pasarela… en pijama y con mis pantuflitas perrunas bien puestas. Entré directo al Casino. ¡Se armó!
Uno de sus amigos —que no voy a decir su nombre, pero ustedes lo conocen muy bien— corrió desesperado hacia ella:
—“¡Jessi, tu papá viene entrando… en PANTUFLAS!”
Y no pasaron ni cinco segundos cuando la veo salir hecha un rayo, roja como jitomate y con ojos de “¡me quiero morir!”.
—“¡Papá! ¡Qué oso! ¡Vámonos ya, por favor!”
Y nos fuimos, sí… pero esa noche no dijo una sola palabra. Iba llorando de pura vergüenza, mientras yo manejaba con mi pijama feliz y mis pantuflas bailando.
Y ahora, años después, esa anécdota se cuenta con risas cada vez que hay reunión familiar.
¡Pero eso sí! Nunca más volvió a fallar con la hora. Ni un minuto después.
Javier Zacarías
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