“¡Pasas por mí temprano para ir a las prácticas al estadio, Javieeeer!”, me gritaba el Polaco desde su bicicleta, mientras pasaba zumbando por la calle Sinaloa frente a mi casa con rumbo a la de sus abuelos, allá por la Colonia Roma, justo atrás de la agencia de la Carta Blanca.
Don Diego, su abuelo, vendía las raspas más ricas de todo Piedras Negras. Las despachaba desde un pequeño estanquillo pintado de verde Coca-Cola, rodeado de bancas de madera donde uno podía sentarse a platicar, a saborear la vida. Mi favorita era la de vainilla, y la disfrutaba como premio después de las correteadas tras la pelota de gajos en aquellos campos terregosos que quedaban justo enfrente, donde hoy están Las Cabañitas y la plaza de Tomás Perales.
“¡¿Qué andas haciendo atrás de esa pelotota, cabrón?! Ponte a jugar béisbol, ese sí es deporte de hombres”, me regañaba Don Diego entre broma y sabiduría. ¡Qué razón tenía el abuelo del Polaco! Un sabio.
En esos tiempos no había celulares, ni chats, ni “mensajes de voz”. Si querías hablar con un amigo, le gritabas desde la banqueta o llegabas a su casa en bicicleta. Sabías que estaría ahí, o cerca. A veces uno se desviaba varias cuadras solo para dejarle un recado al amigo. Así era la comunicación: de frente, a voz limpia, sin filtros.
El Polaco y yo éramos los más fieles aficionados infantiles de los Rojos de AHMSA, aquel equipo legendario de la Liga del Norte de Coahuila, que tantas glorias regaló a la ciudad. El estadio de la Colonia Roma se llenaba a reventar, y para nosotros, unos niños de apenas 10 años, era un templo.
Íbamos a las prácticas en bicicleta, el guante colgado del manubrio, el alma colgada de la ilusión. En el camino pasábamos por el zurdito Rodríguez, que vivía también por la calle Sinaloa, media cuadra antes del estadio. El tiempo confirmó lo que ya se notaba en su brazo: llegó a jugar en la Liga Mexicana con los Rieleros de Aguascalientes. Hoy es eaglepaseño y lo conocen como el Lefty Rodríguez.
El estadio —el viejo estadio— nos parecía majestuoso. La entrada estaba más o menos donde hoy está la agencia Ford y el diamante ocupaba lo que hoy es el hotel Posada Rosa hasta la esquina de la calle Sinaloa, y por ahí nos colábamos a trompicones para no perdernos ni el olor a Iodex que usaban los jugadores antes de calentar.
Para mí, calentar el brazo con ellos era un sueño. ¿Se imaginan a un niño de 10 años cachando pelotas lanzadas por el elegante zurdo cubano Manuel Moreno Ríos? ¡El ídolo de mi infancia me regalaba su tiempo y su brazo! Yo no lo podía creer… y aún hoy lo cuento con un nudo en la garganta.
Nos dejaban correr con ellos desde la raya del jardín derecho, y cuando venía la práctica de bateo, nos ponían a fildear los batazos. En esas simples tareas se nos fue forjando el amor por la pelota, el compañerismo, la responsabilidad y las primeras lecciones de lo que significa el compromiso. Fue tierra fértil, bien sembrada, y floreció.
Agradezco a Dios que esos recuerdos no se han borrado. Viven en mí como si fuera ayer: el chasquido del bat, el golpe seco de la bola en el guante, el crujir de los spikes sobre la tierra, el olor a brea, la tierra húmeda, las bromas en voz alta que rebotaban en las gradas de aquel estadio… que ya no está, pero que en mi memoria sigue en pie.
Después del entrenamiento, regresábamos hambrientos a casa de los abuelos del Polaco. Nos recibía un plato rebosante de chorizo con huevo, preparado con una pizca de amor y una cucharada generosa de dulzura por su abuelita. Y claro, con tortillas de harina recién hechas, que uno empezaba a saborear desde dos cuadras antes, por el aroma que se colaba entre las calles de la Roma. Ma’ Felipa era muy cariñosa con su consentido y atenta con los invitados de su nieto por eso aquellos inolvidables manjares estaban listos a nuestra llegada.
Ya con la barriga llena, nos recargábamos en las mecedoras del patio a contar historias, a inventar castillos en el aire, a decirnos las mentiras más creativas… y sobre todo, a planear el siguiente día. Porque había un compromiso —sagrado e infantil— con los Rojos de AHMSA.
Eso no se negociaba, eso se cumplía.
Así era nuestra niñez. Llena de juegos, de lealtades, de polvo en los zapatos, de promesas gritadas desde la banqueta… y de una amistad pura, de esa que ni el tiempo logra borrar.
Javier Zacarías
1 comentario:
Gracias por compartir esta historia linda❤️
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